“Aura.” “Aura” de Carlos Fuentes es uno de los más bellos relatos, una historia de las más placenteras y plásticamente perfecta, escrita por un mexicano en la historia de nuestra demacrada patria. No le sobra ni le falta una letra o punto y coma alguno. Es una novela corta o un relato largo, como usted guste definirle, y es una prosa poética de alta intensidad.
La historia usted lo sabe, se desarrolla en la calle Donceles en la bella y magnética ciudad de México (la ciudad de los palacios), en su centro hoy en día desvencijado y marchito. Con una economía de personajes digna de elogio, es un triángulo de fantasmas en una casona, una caverna onírica: Donceles 815 (antes 69. Número con una simbología sexual la cual todos conocemos). Aparece un joven personaje, conocedor del francés y aprendiz de escritor e historiador, Felipe Montero. La señora Consuelo, una vieja de edad indefinida sin temperatura en sus manos y entregada a su altar votivo de muertos y vivos. Y claro, Aura, una mujer/niña de belleza embrujadora.
Usted lo sabe y ha leído la novela corta imagino, un par de veces: los tres personajes, los tres fantasmas funambulescos terminan por fundirse en uno solo: carne, espíritu, sexo... y comida. En el poco o mucho tiempo el cual dura la letra viva de este espléndido texto de Carlos Fuentes, hay una sola dieta, hay una sola comida la cual se repite una y otra vez: riñones hervidos. Un vino tinto de dudosa estirpe y café siempre frío.
Pero la comida (la única), el señero alimento fuerte y de proteína, sólo eran riñones hervidos. Es decir, las vísceras del animal. ¿A usted le gustan las vísceras de los animales muertos señor lector? En Chiapas hay un manjar de dioses, el cual pruebo siempre cuando voy con mis hermanos escritores y periodistas de allá: “Chanfaina.” Un guiso, un estofado hecho con las vísceras del venado. Cosa mejor en mi vida, he probado poco a esto.
Hacia la página 24 (“Aura”, Carlos Fuentes. Editorial Era, edición de 1997), justo cuando el joven Felipe acepta el trabajo de escribir las memorias del esposo muerto de la señora Consuelo, cuando le llaman a comer, se lee: “Tú aspiras el olor pungente de los riñones en salsa de cebolla que ella te sirve y tomas la botella vieja y llenas los vasos de cristal cortado con ese líquido rojo y espeso...” Este platillo se repite de manera mecánica, sorda y demencial en todo el relato. Se lee: “Sientes en la boca, otra vez, esa dieta de riñones, por lo visto la preferida de la casa...”
¿A usted señor lector, le gustan los riñones guisados con cebolla? Los he probado. Me gustan. Pero un platillo mío el cual está ausente en la mayoría de los restaurantes (no recuerdo la última vez cuando lo vi en carta) es un buen hígado encebollado. Yo lo preparo periódicamente, pero me gustaría probarlo bajo el palio de otra mano en un algún restaurante urbano.
“Comes tu cena fría –riñones, tomates, vino– con la mano derecha...” Carlos Fuentes en “Aura” elevó a categoría divina y fantasmal un platillo vilipendiado: riñones hervidos.
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