Todas las ciudades tienen sus lugares emblemáticos y socorridos. Lo mismo la cafetería abierta 24 horas para seres desahuciados, poetas sin hogar fijo o amantes trasnochados; bares ruidosos donde se compran lo mismo cervezas o caricias fingidas o bien, restaurantes de postín donde la cartera tiembla cada vez al pagar la cuenta. Lo bien cierto es: cada ciudad tiene sus lugares secretos los cuales forman parte de nuestro mapa sentimental.
Monterrey no se entiende sin el Bar “Lontananza” (hay varios), Monterrey no se entiende sin su restaurante “AL” (hay varios), abiertos las 24 horas del día los 500 días del año. La Habana, Cuba no se enmiende sin sus bares simbólicos donde bebía diario papá Ernest Hemingway: “El Floridita” o “La bodeguita del medio.” Usted lo sabe, el genial y melancólico Hemingway se recetaba su daiquirí en “El Floridita” y sus mojitos en “La Bodeguita del Medio.” De hecho “El Floridita”, fundado en el siglo XIX, se adjudica la hazaña de ser el bar el cual patentó el daiquirí en potaje, mano y palabra de Constantino Ribaligua... quien aparece en una obra de papá Hemingway.
El anterior y torpe liminar viene a mi materia gris para englobar una pérdida lamentable y dolorosa: en días pasados y debido a la lluvia ácida la cual se abatió con fiereza sobre Saltillo y región. Se derrumbó una cantina entrañable para mí: “El Cosmopolitan” (hay varias cantinas). Pero esta formaba parte de mi carta sentimental de joven briago (lo sigo siendo, puf) y atado al centro de mi ciudad.
La cantina era la clásica piquera de barrio. Sin pretensiones ni lustre alguno. Salvo el convivir en esa gran fraternidad de los hermanos de borrachera libando generosas dosis de alcohol las cuales y siempre, nos llevan del cielo al infierno con el mismo boleto y por el mismo precio. Cantina para incurables, vagos y tunantes, poetas en bancarrota y claro, cantina para gente bien nacida la cual choca vasos y saludos a la par de llorar a moco tendido por la amante la cual nos ha dejado para buscar mejor vida y no estar bajo el yugo de uno, sin pesos ni futuro promisorio.
La cantina era eso: una cantina. Una buena cantina. Recuerdo: los fines de semana sacaban una parrilla desvencijada, encendían carbón en un milímetro de ella y en un corto espacio de terreno a orillas de la banqueta y ponían a asar carne, salchichas y tortillas casi carbonizadas, para los habituales parroquianos de siempre: un manjar.
¿Enfermarse del estómago? Jamás. Para estar ligado a este tipo de lugares emblemáticos, se necesita una panza de acero y no poner remilgos de nada. Allí disfruté generosas tandas de cerveza oscura, algunos vasos de tequila y mezcal y claro, un hojasén curtido y macerado el cual es elíxir de vida cuando uno trae una resaca de los mil diablos.
Voy a extrañar esta cantina. Su derribe es una metáfora de uno mismo: tarde o temprano, todo se derrumba.
TAMBIÉN TE PUEDE INTERESAR: BOTIQUÍN DE LA TÍA REMEDIOS (2)