Al grano: hay que celebrar ruidosamente que estamos vivos. Así de sencillo, señor lector. Brinde usted por sí mismo. Invite a otros a brindar por un solo motivo: la fraternidad de estar vivos. ¿Necesitamos un pretexto mejor que este? Seguramente no. Nunca lo habrá. En estos días de Dios, en que al parecer el país se hunde (ojalá y no), un buen amigo me regaló una botella de buen vino tinto, un italiano Chianti. En este caso, una botella Chianti Classico, añada 2014. Envuelta en papel estraza, venía con la siguiente dedicatoria: “A disfrutar la vida, maestro. ¡Salud!”
He invitado a una musa a mi residencia para descorchar semejante capricho y, a la par, voy a disponer una tabla de quesos, jamón serrano, aceitunas y pan artesanal para acompañar la botella. ¿Qué voy a festejar? Pues la vida, como dijo mi cuate. Estamos vivos. Ya lo dijo en alguna ocasión ese poeta maldito que todos hemos leído alguna vez en nuestra vida, Charles Baudelaire (1821-1867), quien habitó el París del Moulin Rouge y la fraternidad cotidiana de las tertulias y la bohemia, que plasmó en sus versos entre la desmesura, la amargura y el escándalo. Dice uno muy conocido: “Hay que estar ebrio siempre. Todo reside en eso: esta es la única cuestión. Para no sentir el horrible peso del tiempo que nos rompe las espaldas y nos hace inclinar hacia la tierra, hay que embriagarse sin descanso. / ¿Pero de qué? De vino, de poesía o de virtud…” deletrea con poder el poeta francés.
Tal vez por lo anterior, y no por otra cosa, en La Habana solía embriagarse a diario un escritor y periodista que no tenía marca, botella o brebaje aborrecido: papá Ernest Hemingway. Convirtió un bar mezquino y sin futuro, “La Bodeguita del Medio” (fundado en 1942), en una catedral de borracheras a la cual hay que ir en peregrinación para degustar los famosos mojitos, que el periodista bajaba por decenas. Otros clientes ilustres de semejante bar tropical fueron Salvador Allende y, claro, otro Nobel: Pablo Neruda.
Y por cierto, usted lo sabe, todo tiene que ver con todo: hay un vino premium muy caro, una joya. Mejor que cualquier alhaja o auto es el vino francés, como Baudelaire, el Château Margaux, de la región de Burdeos, donde se ha producido vino desde el siglo XVI. Por esto, y no por otra cosa, la actriz Margaux Hemingway debe su nombre al vino tinto supremo que cualquier sibarita (como papá Ernest) debe probar alguna vez en su vida. Un buen vino se convierte en musa (Voltaire realizaba panegíricos y glosaba la calidad del vino de Borgoña, al que llamaba “el divino jugo de septiembre”). Este filósofo acumulaba los de Volnay de manera celosa y eran motivo de su inspiración y buenas letras. Cuentan las crónicas que el gran Alejandro Dumas escribía El conde de Montecristo mientras sostenía en su mano una copa de Montrachet, su preferido.
Hay un texto de terror donde un catador es emparedado en… ¡una cava! El texto de espanto es del mismísimo Edgar Allan Poe, quien a la vez no tenía trago aborrecido; así murió. El relato se llama La barrica de amontillado. Un texto espléndido, donde un trago de “Médoc” defiende al narrador de la “humedad” y del amodorramiento, y suscita una cálida embriaguez. Y Médoc, como usted sabe, es la región francesa donde se produce este vino, emparentado con reyes y príncipes, el ya mencionado Château Margaux.