Lo voy a decir rápido y en orden: este 2024 se cumplieron 85 años del natalicio del gran José Emilio Pacheco (30 de junio de 1939), y también una década de su partida. Leer a Pacheco es el mejor homenaje que le podemos rendir. En cualquiera de sus modalidades o claves: poesía, ensayo (su famoso “Inventario” firmado solo con sus iníciales, JEP, sigue siendo un monumento a la cultura universal), periodismo, cuento o novela. Y aquí aparece una novela harto famosa, leída en su momento por todos: “Las batallas en el desierto”, relato publicado originalmente en 1981 en un suplemento cultural; hoy, desaparecidos y muertos casi por completo.
El gran José Emilio Pacheco ha sido uno de los pocos (ignoro si el único) mexicanos distinguidos con los dos más altos galardones en lengua española: ganó el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2009 y, en el año siguiente, se le concedió la antesala del Nobel de Literatura, ni más ni menos que el Premio Cervantes.
Entremos en materia rápidamente: usted a José Emilio Pacheco, y en su vasta bibliografía en los anteriores temas y aristas mencionados, acepta que se le lea, como el gran autor que es, en diversas claves. Entre ellas, la gastronómica. De su vasta producción, insisto, para esta ocasión y como homenaje a sus letras, he seleccionado una mínima porción, que habla de nuestro tema dominical. Lea usted.
El mundo está lleno de prohibiciones: no comer tortillas, no beber Coca-Cola, no comer grasas, ni sal, ni azúcar… puf. El mundo está vivo por la existencia de la sal. Del mar, dice el inconmensurable José Emilio Pacheco, la sal es “su espuma petrificada”. Sin ella, “cada partícula sería como un fragmento de nada, / disuelta en algún hoyo negro impensable”. El poema se llama “La sal” y es uno de los más bellos elogios jamás escritos sobre semejante alimento. Diviniza el poeta: “La sal es el desierto en donde hubo mar. / Agua y tierra / reconciliados, / la materia de nadie”. El texto forma parte del libro “La ciudad de la memoria”; único, portentoso.
Seducido por la Biblia (quién no), poca gente sabe que JEP tradujo el “El cantar de los cantares”; lea algunos de sus versos, donde se amalgaman erotismo, belleza, frutos, flores y sabores: “Como un lirio entre las espinas es mi amado entre las mujeres. Quiero sentarme a su sombra y que su fruto me endulce la boca. En mi cuerpo hallará la paz. Muro soy y mis senos son como torres”.
Unos versos más para casi llegar al final de este texto: “Acércate, amor mío, ven conmigo. Pasó el invierno y las lluvias cesaron. El mundo está cubierto de flores y llega la estación de la música. Por toda nuestra tierra se oye la voz de la tórtola. Las viñas en ciernes sueltan su aroma. En la higuera despuntan las yemas”.
Y rueda rodando en esta tirada de naipes, aparece un fruto en especial, el fruto de los filósofos por antonomasia: los higos y su árbol bíblico, la higuera. Y, para nuestra desgracia, en esta temporada hubo muy poca producción y recolección; apenas los probé y juro que ya no hay en el mercado. Este será nuestro próximo tema: “Higos, la fruta de los filósofos”.