Hace un par de textos dominicales anteriores, le platiqué aquí de un proyecto de proporciones centáureas: leer y releer a William Shakespeare en clave gastronómica. Pero caray, el divino inglés acepta todo tipo de cedazo y criba. Es decir, su obra acepta la clave religiosa (Dios), la clave ritual (habla de hechizos y brujería), la clave bélica (se detallan buenas batallas y sus armas), la clave amorosa (entre bebedizos, pócimas y ungüentos, hay amor o de plano, no lo hay)... el gran Shakespeare como autor clásico es inconmensurable. Necesitamos una vida para explorarlo.
Pero le decía de un par de columnas donde he abordado las yerbas, pócimas, bebedizos y preparación de hechicerías o sortilegios, donde sus personajes mueren por la boca: comida y bebidas. Todo con base en un puntilloso comentario de un buen lector, el investigador don Joseph de Arévalo, oriundo de la ciudad de México.
A cuenta gotas pero estoy acometiendo semejante encargo y reto. Hay un drama poco conocido, menos montado y sí olvidado en el tiempo: “Antonio y Cleopatra”. Pues sí, trata sobre el amorío del gran César romano Marco Antonio y su desliz con la reina de Egipto, la mítica Cleopatra. Devoradora de hombres nos dice su leyenda negra, la cual dicen los historiadores, tenía bocio y dientes picados. No era la reina la cual nos presenta Hollywood. Más bien era de muy mediana belleza, pero con un poder seductor incuestionable. En fin, tema para explorar en “Café Montaigne.”
En una escena, cuando Antonio regresa rápidamente a Roma (le estaban arrebatando su reino, mientras este placía en banquetes y sexo con doña Cleopatra en Alejandría), la reina egipcia le urge a una de sus damas, Carmiana: “Dame de beber mandrágora.” A lo cual la confidente le cuestiona: “¿Para qué, señora?” Cleopatra contesta: “Para dormir todo el tiempo en que esté ausente mi Antonio.”
Un buen té de mandrágora para dormir. Pero, Marco Antonio para llegar a ser el grande César, y cuando éste pasó hambre en una de sus derrotas de su ejército luego del episodio de Módena, en un discurso en su alabanza, Octavio le recuerda: “(luego de matar a Hirtio y Pansa) te salió al paso el hambre, y aunque educado en la abundancia, luchaste contra ella con más paciencia que un salvaje. A la sazón bebías los orines de caballos o el agua de los mares dorados, que hasta los animales rechazarían. Tu paladar entonces se dignaba saborear la baya más detestable en el mas ingrato matorral...” Pues sí, beber la orina propia o de animales, es cosa la cual hoy se usa como curación o sanación para enfermedades.
Antes de morir, cuando Antonio se arroja sobre su espada para suicidarse (estampa bíblica, por lo demás) y en sus estertores de muerte, dice a sus guardias: “¡Me muero, Egipto, me muero! ¡Dadme vino, para que pueda hablar un poco aún!”
¿Lo nota? El vino da vida y ganas de hablar y combatir. El agua es para los animales de establo, el vino es placer histórico y divino.
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