Estoy viejo y he leído mucho. Caray, cuánta pretensión, pero parte es verdad. Es decir, no me he dedicado a formar una familia (he tenido dos). No me he dedicado a hacer fortuna y harta lana (siempre la gasto) y jamás he pensado en eso llamado “futuro”. ¿Significa algo hoy? La vida normal y cotidiana no se me da. Jamás. De hecho, hoy estoy ya viejo y estacionado en esta mi ciudad, a la cual amo y detesto a partes iguales. ¿Antes? Antes, mis buenas borracheras terminaban siempre en Guadalajara, Ciudad de México, Mazatlán, Real de Catorce, o de plano, con mis hermanos en Chiapas.
¿Hoy? Hoy mi vejez y mi precariedad de lana me hacen estar anclado aquí. Cuando ando briago, siempre extraño Monterrey. Y como allí viví por dos largos periodos de mi vida y sigo escribiendo en un medio de comunicación allá, pues corro muy seguido a esa calurosa ciudad. Asfixiante, pero es una gran ciudad. Lo anterior viene a cuento por lo siguiente: estoy viejo, lo repito, y así como se hace la luz dentro del ojo, lentamente, he ido coleccionando remedios, recetas, plantas —las cuales curan y otras matan—, alimentos sanadores del cuerpo y alma. De hecho, debe de ser un capítulo de mi libro de gastronomía: “El botiquín de la tía Remedios.”
Aquí le he presentado, y por etapas, dichas pócimas que alivian o matan. Remedios, brebajes, elíxires, potajes. Todo en base a la cantidad de páginas que he leído. Sin más preámbulo, van algunas perlas. Inicio con lo siguiente: quisieron los hados de los libros regalarme la primera edición de la única obra de teatro de Octavio Paz, “La hija de Rappaccini”, en editorial Era, 1990. Edición príncipe, pues. Una joya. La encontré en Monterrey.
Aquí he tropezado con una lección de botánica. Va un remedio, contraveneno contra el encantamiento de cuando a usted lo tienen atolondrado. Dice un doctor, un personaje: