La historia nos deja con diferentes sentimientos por procesar. De entrada, hay que lidiar con el rechazo que nos imprime el primer capítulo, es tan sórdida la brutalidad de los asesinatos y del caso en general, que odiamos a Jeffrey Dahmer desde los primeros minutos. Conforme vas avanzando, si tu estómago y tolerancia a la violencia lo permiten, la historia nos lleva a conocer al protagonista desde sus inicios. Sin intentar justificar la crueldad de sus crímenes, nos revelan la dolorosa infancia de Jeffrey. Nos gustaría pensar que su realidad es ajena a la nuestra; sin embargo, caemos en cuenta que su circunstancia es más común de lo que querríamos admitir. Y ¿cuál es su realidad?, se preguntará usted. Una infancia rota sería lo más acertado para describirla.
La madre transitaba una depresión posparto, condición que afecta a un gran porcentaje de recién paridas al extremo de perder la cordura, consecuencia del desbalance hormonal que allá por los años ochenta no era para nada trending topic; bajo la filosofía del sistema de salud que para “sanar” aplican la de “tome esta pastilla para” como remedio mágico de supresión de los síntomas. Entonces, ahí tiene a una mujer medio viva, medio muerta, tratando de comprender lo que pasa a su alrededor. El padre, como es común, su papel de proveedor lo deslinda de la crianza de los hijos y de la responsabilidad afectiva hacía su pareja, por lo tanto solo sabe juzgar, imponer y responsabilizar cuando de los deberes del hogar se trata.