La larga y fructífera vida de Claude Monet (Francia 1840-1926) se desarrolló en etapas bien definidas: períodos de trabajo intensos a menudo interrumpidos por acontecimientos familiares, penosas estrecheces económicas y al final el reconocimiento, la tranquilidad que da la solvencia monetaria y el disfrute del ejercicio de su profesión sin las urgencias del hambre.
El siglo XIX con sus grandes revoluciones, le predispuso a percibir el mundo con nuevos ojos; la explotación en el campo de la pintura, condicionada por los avances tecnológicos que posibilitaron el desarrollo de la pintura “plain air” (al aire libre) le indujeron a fijar su mirada y guiar su experimentación en el campo del color en su relación con la luz y con la fugacidad del momento, la impresión ins- tantánea, que por su brevedad, tiende a escaparse.
En 1874 su obra: “Impresión, sol naciente” daría nombre al movimiento impresionista, término que en principio se utilizó por la crítica de manera peyorativa y que los artistas adheridos a la nueva corriente, adoptarían provocadoramente para autonombrarse.
De ahí que no sería casual que Monet fijara su atención en la naturaleza como campo para la consecución de sus fines ya que ésta le proporcionaba, no sólo el tema, sino las respuestas a sus inquietudes encontrando la relación armónica entre luz, color y atmósfera. El mismo paisaje, la misma figura, se presentan de modo distinto en razón a la luminosidad de la hora, el momento, la estación del año y toda esa sutiles mutaciones que producen cambios y afectaciones dignas de registrarse que lo llevaron a la realización de un grupo de obras bien definido como “series temáticas o sistémicas” de donde nacen sus muy conocidas series de los nenúfares (1894-1909) inspiradas en los flores acuáticas que flotan danzando en el estanque del jardín de su casa en Giberngny.
El jardín de su casa le proporcionaría horas de intenso trabajo para crear composiciones artísticas de gran formato y de intrincada complejidad atendiendo a las condiciones del día, la hora y la estación del año.
En estas dos obras que aquí te dejo “ El estanque de las ninfeas, armonía en verde “ (1899) es un pedacito de su jardín, muy seguramente realizado en horas muy tempranas de la tarde, en donde nos adentramos a un festín visual con explosión de tonos verde, desde el tierno, el limón, musgo o menta pasando por el esmeralda, oliva o el intenso verde bosque ¡una fabulosa suma de sinople! salpicada por algunos
manchones de blanco, rosado y minúsculos puntos carmesí. Ésta sinfonía en verde (el color de Venus) nos transmite serenidad, quietud, esperanza interrumpida únicamente por el puente que une ambos extremos del estanque circuncidado por añosos sauces llorones y flanqueado por manchones de bambúes. En el agua, palpitante, brillos amarillentos y sombras azuladas dan movimiento y brillo al cuerpo de agua.