Tengo varias cábalas en mi vida. Cosas que no cambio por nada y que voy a volver a hacer una y otra vez, hasta que muera. Cábala entendida no como cosa oculta, sino en su etimología: tradición. En invierno, siempre leo y releo “Canción de Navidad” de mi amado Charles Dickens (no he fallado en ello). Cada año releo “Don Quijote de la Mancha” de don Miguel de Cervantes (el año pasado fallé; este año espero cumplir). Antes de Semana Santa, siempre, siempre leo y releo “El viejo y el mar” de ese viejo suicida y genial, Ernest Hemingway.
Al momento de redactar la presente nota, estoy a punto de darle punto final. Y hoy, tal vez por mi edad (soy viejo), lo he disfrutado mucho y he llorado a mares, no con sus personajes, sino con lo que para mí son seres vivos. ¿Entre qué trago y qué trago se emborracha uno? ¿Cuál es la copa imaginaria, ficticia o real que nos transporta a las mieles de la embriaguez suprema? No lo sé usted, lector, pero yo, muy a mi pesar lo confieso públicamente, nunca sé cuándo ya estoy todo “turulato”, briago; es decir, con qué trago ya estoy servido para irme a mi casa. El sopor llega y se apodera de uno. Se avivan y se adormecen los sentidos, no hay contradicción. Suceden las dos cosas a la vez. ¿Ha notado usted, señor lector, que siempre hay, digamos, una copa imaginaria que no contabilizamos y que es la causante de que caigamos, luego de generosas libaciones de alcohol, en la más delirante borrachera?
El narrador y periodista Ernest Hemingway se sentaba pardeando la tarde en las tórridas mesas del bar “Floridita” en La Habana, Cuba, a disfrutar mojitos con una buena dosis de ron, bebida propia de piratas y corsarios. Amén de lo anterior, bautizó un famoso cóctel en el “Harry’s Bar” de Venecia, Italia, como “Montgomery”.
Bramaba ya la Segunda Guerra Mundial. Simone de Beauvoir escribiría en sus “Memorias”:
“Esa noche, Hemingway, que era corresponsal de guerra y que acababa de llegar… tenía una cita con su hermano en el Ritz, donde se alojaba; el hermano había sugerido a Lise que lo acompañara y que nos llevara a Sartre y a mí. El cuarto en el que entramos no se parecía en nada a la idea que yo me hacía del Ritz: era grande, pero feo, con sus dos camas de barrotes de cobre. En una de ellas, Hemingway estaba acostado, en pijama, con los ojos protegidos por una visera verde; sobre una mesa, al alcance de la mano, había una respetable cantidad de botellas de whisky consumidas hasta la mitad o completamente vacías”.
Pero carajo, ¿qué no bebía don Ernest Hemingway? El final es digno de la vida azarosa, pasional e intensa del novelista y periodista norteamericano: Sartre se iría hacia las tres de la noche con una buena cantidad de whisky ingerido y en condiciones poco convenientes; Beauvoir se quedaría con el novelista… “hasta el alba”. El autor de “El viejo y el mar” no tenía cóctel, botella de ron, whisky o cerveza aborrecida.
En la próxima entrega abordaremos los alimentos milimétricamente mencionados en su mítico relato “El viejo y el mar”. Le valió el Premio Nobel de Literatura, así de sencillo.