La obra del santo patrono de Aracataca, Colombia, Gabriel García Márquez, es inagotable. Ofrece aristas insospechadas, acalambra a cualquiera, sus resonancias son infinitas y, como si fuese la mismísima Biblia –de hecho su obra es considerada así, “Cien años de soledad” es llamada la biblia latinoamericana–, ofrece respuestas a cualquier pregunta que uno le formule. No exagero, atentos lectores comparten esto. Así me lo han comentado en animadas tertulias.
Y, rueda rodando, con motivo del texto anterior donde abordamos someramente lo que comen y beben los escritores, algunos lectores como usted -que hoy me hace favor de coleccionar esta ya larga saga de textos- me dijeron de lo siguiente, y claro que tienen razón: en un 90 por ciento de los casos, los escritores, los artistas, lejos de comer bien (pero sí beben bien, y a mares), padecen eso llamado hambre. Por muchos y diversos motivos. Pues sí, y uno de los mejores ejemplos es el siguiente.
En una vocación casi adánica por ir nombrando las cosas, las plantas, los alimentos y los animales, Gabriel García Márquez deletrea un mundo casi primigenio, deambula azorado entre mercados, comidas pantagruélicas y ofrece su propia cocina, su visión al momento de sentarse, lo mismo él o sus personajes, a la mesa.
A petición de estos atentos lectores –los cuales, en honor a la verdad, leen el doble a su servidor y recuerdan prodigiosamente mejor a este escritor, sus párrafos y citas textuales– hago una somera recapitulación, incompleta y errática por lo demás, sobre el placer de la gastronomía (o la ausencia de comida) en los textos del Gabo.
Si el matusalénico y vetusto dictador de “El otoño del patriarca” mandó hornear y luego servir en un opulento banquete para caníbales a su amigo de armas, el general Rodrigo de Aguilar, como una forma de enseñar el poder omnímodo con el cual tenía en un puño a su país tropical e insular, el Gabo sabía de un aforismo, el cual todos debemos de poner en práctica: el buen café se bebe… sin azúcar. Mucho menos con otros edulcorantes o sustitutos.
Lo anterior se repite con sorda monotonía en la misma obra ya deletreada, “El otoño del patriarca”, en “Doce cuentos peregrinos”, pero, sobre todo, en su novela de proporciones centáureas: “Cien años de soledad”. Aleatoriamente, esta es una cita textual: “a cualquier hora que entrara en el cuarto, Santa Sofía de la Piedad lo encontraba absorto en la lectura. Le llevaba al amanecer un tazón de café sin azúcar, y al mediodía un tazón de arroz con tajadas de plátano fritas, que era lo único que se comía en la casa después de la muerte de Aureliano Segundo”.
Cuentan los biógrafos de García Márquez, Dasso Saldívar y Gerald Martin, de aquellos años ríspidos, días como lija, cuando el Gabo vivía de prestado y de milagro en una buhardilla en el Barrio Latino, en París, Francia (1956). Se entregaba entonces a la redacción de una obra fundamental: “El coronel no tiene quien le escriba”. París se mudaba del verano derretido sobre los tejados al duro invierno francés. García Márquez aporreaba su máquina de escribir sin pausa hasta la madrugada.
Al mediodía, y junto con otros compatriotas latinos, al descubrir que el carnicero del barrio regalaba no una chuleta, sino un hueso si le compraban un bistec completo, el Gabo no pocas veces “pedía prestado el hueso para hacerse su caldo y lo devolvía”. No bistec, sino un hueso, mantuvo con vida a quien llegaría a ser Premio Nobel de Literatura: Gabriel José de la Concordia García Márquez. “Corretear la chuleta” es la expresión entre nosotros, sinónimo de trabajo y búsqueda de dinero digno para vivir. La bendita chuleta, el hueso en hervor de García Márquez. Volveré al tema…