Ya listo para ducharme, me horroriza comprobar que no hay jabón ni champú. Es hora de improvisar: tomo el detergente líquido para lavar ropa. Eso será mejor que un baño vaquero o pretender ser francés; mi nariz y demás fisonomía no dan para tal proeza.
Forzando un poco el contexto y hablando de todo y nada, empiezo por decir que me parece genial eso que construyeron en la zona cero de Nueva York: un par de piscinas donde el circuito continuo del agua simboliza las lágrimas infinitas derramadas por la tragedia del nueve/once. Pero vayamos a mi historia.
Resulta que, mientras espero en posición de firmes, adosado a la pared, a que salga agua caliente por la regadera, pensamientos de todo tipo emergen en mi consciente. Recuerdo haber leído en alguna parte, o escuchar a un tiktoker decir, que al bañarnos se estimulan quién-sabe-qué zonas cerebrales donde se alojan las ideas dormidas, los recuerdos y la creatividad.
Al tomar el envase del detergente, llegan los primeros recuerdos: el Yo original, aquel niñito llorón porque el jabón se le metía en los ojos, le irritaba, le cegaba, le dolía. Lo bañaba por las noches una persona cansada, a quien, luego de atender clientes, marido y más hijos, se le había extraviado el instinto maternal. Una cena digna, sabrosa y caliente dejaba en el olvido ese trance de la ducha y le recordaba al niño que, después de todo, y pese a lo que él escuchaba cuando andaba por ahí de desmadroso, sí tenía madre.
Más tarde, el niño se convirtió en el camello de Zaratustra e hizo lo que se esperaba de él: camellar. Siguiendo con la metáfora de Nietzsche, llegó el momento en que el camello se transformó en león, enseñó garras y dientes, rugió desde sus entrañas y alejó a los más cercanos… Los lejanos ajustaron un refrán: “Ese que ruge, no muerde”. Y aunque el león vive en manada dentro del reino animal, acá entre la raza humana, el león se aparta de todo y vive bajo sus propias reglas.
Mientras extiendo detergente sobre mi cabeza, agradezco a la genética que mi cabello sea congruente con la imagen de un león, más de Scar que de Mufasa, pero en fin, así es la vida. Luego miro hacia abajo y reclamo a mi ADN, al mestizaje o al frío, ser de músculos promedio.
Ahí mismo reconozco una variación a la metamorfosis de camello-león y lo que sigue. Viene a mi mente el celebrado plot twist en otra época y arte dentro del poema de Juan de Dios Peza; junto a eso, los Payaso (así, en singular) de José José y Javier Solís, El bufón de Stanczyk, y aquella desgarradora escena de Pedro Infante en Un rincón cerca del cielo. Así fue: la niñez se acabó pronto, se mimetizó en camello; de camello pasó a león, y de ser rey de la selva, a ser payaso de circo.
Me enjabono cara y pecho, tallo fuerte con la esponja para quitar la pintura de falsos colores vivos. Los duelos procrastinados por pérdidas materiales, humanas, teológicas, sociales, físicas y cognitivas calan fuerte y muy profundo bajo el térmico chorro de agua.
En un desliz de idiotez, se me ocurre abrir los ojos. El detergente se cuela sin anuncio ni permiso sobre iris y pupilas, y me siento como aquel Yo original: me irrita, me ciega y duele… pero ya no lloro más. Es imposible ver algo durante unos momentos. Enjuago con agua dentro y alrededor de los ojos, luego de un rato desaparecen las molestias y se aclara la visión. Me miro en el mini espejo que utilizo al afeitarme; lo que refleja el espejo me recuerda a un conejo de kermés. Observo el piso y, alrededor del resumidero, veo cómo el agua jabonosa se arremolina y se va. La alusión al once/nueve pretendía, en un principio, engarzar en este punto, pero aquí no hay poesía, no hay lágrimas ni tragedia, ni heroísmo o contrición. Solo asoma la nostalgia, o el intraducible saudade del idioma portugués.
Caigo en cuenta de una vida sin llorar en la bañera. Un pensamiento final antes de dar vuelta al grifo: no tengo idea si los fabricantes de jabones y champú han realizado cambios en sus fórmulas en el último medio siglo, pero estoy seguro de algo: todo aquello que se fue por la coladera durante el periplo camello-león y payaso solo fue agua con jabón, sudor, tierra y muchas células muertas. Quizá un hilillo de orina y algunas gotas de sangre, pero lágrimas, ya no.
Hoy toca ser el niño de Zaratustra. Sin aguantarme la sed o ser dromedario de otros; sin pretender ser el león, quien duerme veinte horas diarias y en las cuatro que le quedan solo disfruta dos cosas (ambas inician con co… y correr no es una de ellas); sin ser payaso del circo, tampoco mago ni acróbata, o freak en frasco de alcohol. Ser un niño que no llora, pero que le agrada estar limpio, con los ojos bien abiertos bajo la ducha en su hogar, dentro del inmenso mar, o en la consciencia de vida.