Desde mi perfil de vendedor, que me da para comer, entiendo que un buen juego de palabras atrae la atención; luego, desde el aspiracional de escritor, que me da para vivir, procuro destacar lo conceptual sobre lo cuantitativo para eficientar la comunicación. De ese híbrido de oficios es que siempre salga con disparates distintos a lo que en principio promete el escrito.
Dicho lo anterior, sabes que este artículo no trata sobre Oscar Wilde. Aunque partimos de la premisa de su obra entendida desde la importancia de actuar de acuerdo con las propias convicciones más que con la expectativa de otros, la conclusión será cuándo sí resulta importante la percepción de alguien más. Tenme dos párrafos de paciencia, y luego vamos a despegar.
Es una paradoja que, desde nacer, nos atengamos a una cédula de identidad determinada por fecha, lugar, sexo, progenitores y seudónimo de pila escogido por razones tan justificadas como el nombre de la abuelita, el santoral en el almanaque, el amor platónico, lé artisté del momenté o, ya de plano, la marca del malogrado condón que hizo posible la hazaña. La paradoja y el espíritu de este artículo radican en el hecho de que esa identidad tan detallada nos acerca más a lo genérico que a lo particular; toca entonces hacer un intento por rescatar la individualidad. Me explico:
Esa CURP mexicana, que en otros países equivale a DNI, pasaporte, CI o kimlik karti, entre muchos otros (gracias, IA), termina por invisibilizarnos como individuos ante los demás. No voy a extenderme en el sobajado discurso de ser simples numeritos ante un gran hermano vigilante y todo ese rollo; no, el sentido es reconocer aquellas relaciones en las que somos algo muy distinto a una identificación numeraria o al nombre que serviría para que seres de otro planeta supieran, más o menos, quién dice el mundo que somos. ¿Somos datos alfanuméricos y biometría? ¿O también somos aquello que es único para quienes procuramos y nos procuran?
De ahí que un servidor siempre regrese allá donde le conocen por Tocayo, o disfrute los asados con aquellos que le dicen Checharleone, acuda al llamado de los que le llaman Primo, Compadre, tío, sobrino, cuñado -cuñis o ñáo-, padrino o ahijado. Irremediable tristeza de medio siglo sin escuchar a mi tío Antonio llamarme su Compadrito y nostalgia de décadas sin que mi tío Rodolfo me diga Chicharito Mondingo.
Siempre será más fraterno referirse a alguien por un apodo que por su nombre oficial. Sabemos que al escuchar nuestro nombre tal y como viene escrito en el acta de nacimiento, pero de boca de nuestra madre, ya valió ídem; distinto a cuando nos dice mi’jito. Lo mismo aplica si escuchas tus generales en un aeropuerto, ante el notificador de Hacienda o por un sacerdote oficiando.
Abriendo un poco el abanico, existe algo de individualización colectiva, si me permites el oxímoron, en pequeños grupos como han sido, en mi caso, los Olindos, Bóxer, Vaqueros, Pumas, Mineros, Atléticos, Mustangs, Compayitos y Generación XXI. Gremios, asociaciones, religiones y demás colectivos también caben.
Fuerte dosis de realidad me cayó al descubrir que alguien me tiene guardado entre sus contactos como “Elizonso” y otro me llama scarface a mis espaldas, o al sospechar que en el ideario de algunas personas pueda ser el tóxico, intenso o malnacido; en ningún caso he sido Juan Mecánico o algo así. Un par de sobrenombres surgidos de la imprudencia: caza-fantasmas y caballo loco.
Otros motes, como Gansito (por tener una embarradita de fresa) y Cri-Cri, son mi esencia con queridos grupos; gracias al paso del tiempo en el trabajo, terminaron por llamarme Don César. Personas cercanas a mis hijos e hijas me han dicho Tío para evitarse el señor, don, licenciado o… suegro. Por supuesto, una tía me dice Mirrey, aquel amigo que casi no frecuento me dice Hermano, el otro me dice Mel y uno más me dice simplemente Amigo mientras comemos cabrito.
Total, quisiera uno tener más apodos y menos cédulas de identificación. Cierro tratando de empatizar contigo, que me lees, deseando que tengas y aprecies a quien te diga Hijo, como hicieron aquel par conmigo; o como ese que, cuando nos emborrachábamos, me llamaba Kid Acero; o esas que se refieren a mí como Hermano; esos cuatro que, dentro de su economía de palabras y su incondicional cariño, me dicen “Pa”. Y también deseo para ti alguien que te llame Amor.