El triunfo de la costumbre

El amor no ha matado a nadie; todo lo demás, sí.

Nuestro querido Juanga, que esté cantando en paz donde quiera que se encuentre, escribe en una de sus letras: “No cabe duda que es verdad que la costumbre es más fuerte que el amor”, y no podría estar más de acuerdo con él. Esta afirmación, este debate sobre el amor y la costumbre, ha sido un tema recurrente a lo largo de los años, contando el poco tiempo que llevo de vivir los míos. No se me altere aún, querido lector, que pretendo desarrollar, como siempre, mi humilde y personal punto de vista al respecto, que nada tiene que ver con verdades absolutas ni mucho menos; así que póngase cómodo, pues pretendo robarme su atención por un buen rato.

Para empezar, habremos de diferenciar bien la costumbre y el amor. La costumbre es todo aquel comportamiento que, pasado un periodo de tiempo concreto, se vuelve rutinario y sistemático; por ejemplo, comer viendo las noticias, alguna que otra festividad, un viaje en una fecha específica, etcétera. Ahora bien, me parece que está de más que vuelva a definir lo que bien saben que significa para mí el amor, pues lo menciono por lo menos superficialmente en todos los viernes que se dan el tiempo de leer mis textos. Entonces, con esta base un poco más clara, ¿por qué es verdad que la costumbre es más fuerte que el amor? Porque quien lo dice lo está diciendo en serio: su relación es costumbre; es comer todos los días con la televisión encendida, dormir a lado de un cuerpo conocido, no poder faltar los miércoles a la “jugadita” por temor a la crítica, entre otras cosas. La costumbre no es algo que evolucioné, es un comportameinto; es algo que, de estar, comienza desde el primer momento y puede desembocar en todos esos malos entendidos que a menudo se confunden con el amor: el sentido de posesión, el resentimiento, la expectativa, la suposición, la “ausencia” de sentimiento y la indiferencia que pretende “reconquistar” al otro.

Es imposible que el amor se “convierta” en costumbre, pues ambos conceptos son extremamente diferentes. Hay dos cualidades del amor que lo demuestran: la primera, que el amor no sugiere ni pretende competencia, por ello no es que haya “ganado” la costumbre, sino que el amor ni siquiera se toma la molestia de competir; es tan grande y universal que no hay algo con lo que pueda medirse ni compararse. Y la segunda, que el amor es inagotable, infinito, porque el amor “es”; cuando entre dos o más personas existe esta forma de ser y sentir, desde el inicio se manifiesta, igual que la ya mencionada costumbre. El amor, de poderse comparar, sería como la magia, como el viento, como el cielo, como lo que somos usted y yo individualmente y en conjunto. Estoy convencida que el amor, después de respirar o incluso a la par de ello, es uno de los reflejos naturales que tenemos los humanos, aunque la mayor parte del tiempo se encuentre mal enfocado.

Así que en efecto, mi querido lector, cuando la costumbre es más fuerte que el amor es porque el amor nunca estuvo desde el inicio, ya que ni siquiera se le dio el intento de ser llevado a cabo o, como ya dije, estuvo lamentablemente mal encaminado o encasillado en otros conceptos. Cuando escuche a alguien afirmar la frase anterior, no dude en creerle, porque lo dice con toda la seriedad que existe: es un ser acostumbrado, no un ser amado. Afortunadamente, bien sabemos que cada cinco segundos se puede cambiar de opinión; basta cerrar los ojos para respirar, deshacerlo todo y comenzar de nuevo.

La autora

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.

María Treviño

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.