PELEA EN PULGA

POR: QUETZALI GARCÍA

Cuando viví en Ingolstadt, Alemania, lo que más me gustaba era ir a los ‘Fleamarkets’. Me hice, por ejemplo, de un comedor precioso de maderas finas por 200 pesos. Claro, tuve que cargarlo varias calles. Ir y regresar por las sillas. Pero estaba dispuesta a todo por un ofertón similar.

Mi mamá es maestra de secundaria. La más entregada. Durante veinte años dio clases de matemáticas en la Guayulera y no solo se conformaba con dar clases de lunes a viernes, los sábados daba asesorías gratuitas para que nadie se quedara atrás. Yo esperaba con ansias ese día porque, al final, nos paseábamos por el mercado. Y con diez pesos podíamos “comprar a lo loco”. Pasé mi infancia entre cumbias, aguas de limón y fritangas deliciosas. Por eso, cuando Google Traductor me dijo que ‘Fleamarket’ era un mercado de pulgas, mi corazón se iluminó. Traía entrenamiento para buscar tesoros.

¡Oh, decepción!, no había música de banda ni antojitos. Me conformaba con un pretzel, pero extrañaba el olor de las enchiladas. En ese entonces ya había tomado clases de alemán y podía entenderlo y hablarlo para sobrevivir y… regatear. Un domingo cualquiera, Lalo, Lupita y yo salimos a buscar las maravillas alemanas. Había cámaras antiguas, mi debilidad. En un puesto encontré un hermoso collar con un espejo en forma de corazón. Lo compré por dos euros, así que bueno, bueno no era.

Un puesto con joyas muy diferentes me atrajo. Me acerqué y me enamoré de un anillo. Me lo probé. Y, ojo, en las pulgas de Alemania no existe esa señito que te dice “pruébeselo, güerita”; está muy mal visto que toques los objetos, antes o incluso después de pagarlos. Yo, muy confianzuda (ignoraba lo anterior), me lo probé en mis dedos de cheetos. Pregunté por el precio y me dijeron una suma que no merecía el anillo. Desistí, me lo quité, lo puse en su lugar y seguí mi camino.

Había avanzado unos metros y la mujer del puesto empezó a gritar algo. Pensé que querría negociar o convencerme de comprarlo, así que me di la vuelta. No quería negociar, estaba gritando que le había robado y que quería que le devolviera todo. Se me borró la sonrisa. La adrenalina se apoderó de mí y entendí que llamaría a la policía y otros insultos racistas, para variar. Le dije “llámele, para acusarla por discriminación, yo no tengo nada suyo” en un nivel de alemán envidiable, que nunca volví a igualar. La tipa se quedó sumamente seria, quizá pensaba que por ser extranjera y no hablar el idioma podía intimidarme. Me quedé quieta y saqué mi celular, para llamar yo a la policía. Me dijo que no lo hiciera, que me fuera, pero que por robarle me iba a maldecir.

Ande no, no supo a quién le habló de maldiciones. Yo seguía muy enojada y le dije, mirándola a los ojos: “Ich komme aus Mexiko, soy de México y te maldigo a ti: Popocatépetl, Iztacci- huátl, Cuautlitlan Izcalli”. Sujeté mi espejo con fuerza y lo besé para cerrar con “Delegación Iztapalapa”. La mujer sacó de su bolsa el anillo que “le había robado” y me dijo, aterrada: “Ya lo encontré, te pido una disculpa”. Me fui sin voltear atrás. El miedo cambió de bando.

Carolina García

Nació en Saltillo, Coahuila en 1995. Ama la lectura y narrar historias. Es licenciada en comunicación por la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma de Coahuila. Participó en las antologías de cuento: “Imaginaria” (2015), “Los nombres del mundo: Nuevos narradores saltillenses” (2016) y “Mínima: Antología de microficción” (2018).