LA ESPUMA DE LA CERVEZA

Lo dijo el sabio antiguo Ficino, cien años antes del nacimiento del maestro Jesucristo: el hombre se hace sabio sentado. Le creemos. No es un aforismo más u ocurrencia bien deletreada. Es toda una propuesta filosófica, sociológica, antropológica y, por supuesto, tiene semilla culinaria. Quien lo ha desplegado maravillosamente en varios libros es el investigador Marvin Harris. La teoría es la siguiente: las levaduras, esenciales para la producción del pan y la cerveza, cuando se descubrieron (por intuición), fueron lo que hizo posible que el ser humano dejara de lado el nomadismo (pueblos primitivos), se convirtiera al sedentarismo, empezara a meditar, a pensar y así, con el paso del imbatible tiempo, llegara a lo que usted y yo hoy disfrutamos: las grandes ciudades y civilizaciones.

Lo dije en tres o cuatro líneas, pasaron milenios para ello. Lo voy a decir ahora en cristiano: el beber, el sentarse a beber cerveza y dejar que esta bebida atrayente, embriagante, fresca, agradable y mareadora nos embote los sentidos, hizo posible la evolución de la humanidad. Así de sencillo. Y qué mejor actividad para hacerse un hombre culto, de conocimientos variados, sabio – valga la buena paradoja de por medio: la actividad de estar inmóvil– que sentarse a pensar, a meditar, mientras se disfruta de un buen tarro de gratificante cerveza; sí, para mitigar esta brutal ola de calor que está a punto de calcinarnos.

Usted y yo lo hemos repasado aquí, lo voy a recordar rápidamente. Si tomamos la Biblia como uno de los varios orígenes y semillas de la humanidad, usted recuerda que el primer milagro que realizó públicamente el maestro Jesucristo fue uno de tipo gastronómico: convirtió el agua en vino en una boda (Juan 2:1-11). Es decir, la metáfora propuesta es obvia: Jesús convierte el agua de unas tinajas (agua bautismal, pura y espiritual) en un vino agradable (vitalidad embriagadora) que posibilita la charla dilatada, el convite en sociedad, el ágape, el brindis, el chocar los tarros fraternalmente, sin tener nada de culpa en este placer epicúreo.

Ahora bien, note usted que el maestro de Nazaret trazó con su vida un arco de destino tan manifiesto que pasa desapercibido para todo mundo que va al Templo o a la Iglesia a recitar un rito sin meditar (ecolalia): transformó el agua en vino y compartió el fiestón de las bodas de Caná (cena, baile y tragos), y cuando fue al matadero en el Monte Calavera, un día anterior invitó a sus discípulos a… cenar y beber. La bebida (vino, agua, cerveza) como centro del universo de la tertulia, charla, placer compartido, risa, camaradería y… evolución de los involucrados: la tribu toda.

En un espléndido texto de investigación científica publicado por “El País” y reproducido aquí en VANGUARDIA en fecha pretérita, se lee a propósito de nuestro tema: “La levadura que se emplea para elaborar la cerveza se domesticó por pura intuición, mucho antes de que la humanidad descubriese la existencia de los microbios. De hecho, los primeros intentos de producir esta bebida datan de por lo menos hace tres mil años”.

Sí, entonces sí: somos hijos de la espuma de la cerveza y el disfrutarla placenteramente y a pata tendida en cualquier lugar de este mundo. Por miles de años nuestros antepasados se dedicaron a cuidar sus rebaños de animales y los llevaban de solar en solar, de pastizal en pastizal, sin poder sentarse a pensar, elucidar, divagar. Un día, los nómadas vieron este fermento (milagro) de granos de ciertos pastos. Desde entonces, y solo entonces, con la aparición del pan y, sobre todo, de la cerveza, los nómadas se hicieron sedentarios y empezaron a deletrear esto que hoy habitamos: las ciudades, la civilización.

Jesus R. Cedillo

Escritor y periodista saltillense. Ha publicado en los principales diarios y revistas de México. Ganador de siete premios de periodismo cultural de la UAdeC en diversos géneros periodísticos.