ÁBRETE

Si alguna vez te vi en el pasado, no lo recuerdo. Como la tapa del pan o el perrito de tres patas, fuiste una opción ignorada por quienes antes llegaron. Voy a serte muy sincero: no te escogí a voluntad, te tomé casi al azar; como siempre, llegué tarde, no hubo mucho que pensar. 

De un catálogo, mi primera visión de ti fue en una fotografía. Decir sildenafilo suena a algo que no nos va, por eso diré que la palabra en mi cerebro al verte fue viagra: supe que habría de inventar alquimia para encender los motores. Te veías vieja y vejada, con el rubor apagado, ya cansina y olvidada; clásica estampa de la prostituta cuyos años se han quedado a morar en ella. 

De cualquier manera, quise confrontarte de frente. Por ser avecindado en el Centro Histórico de la ciudad, fue sencillo dar contigo. Eran las 11:29 de un miércoles cuando, al doblar por Pérez Treviño hacia el norte —o hacia abajo, si se carece del plano cartográfico integrado—, escuché a mis espaldas el llamado a misa de la Catedral de Saltillo. 

Un centenar de pasos más, y de nuevo llegué a un lugar común: estabas en una esquina. Zaragoza con Lerdo. Zaragoza y Lerdo, hoy son calles que se cruzan sin más relación ni vida; ayer, personajes de la historia, muy citados al hablar de la mutación de Díaz: de heroico militar a sublevado golpista. 

Dudé. Pasaron autos y personas caminando. Sentí la vista de todos, me sentí realmente estúpido parado sin un quehacer. No importa cuántos condones hayas comprado en la vida, ni a cuántos congales fuiste, sigues siendo el muchachito que suda, tiembla y se achica al estar fuera de sitio. 

Te observé un poco ese día. Luego fui otro par de veces a pasearme por tu rumbo, pasando como si nada, esperando a que me hablaras. Y nada. Te seguí observando sin que tú te dieras cuenta. No sabría cómo decirte lo que te voy a contar pues no soy condescendiente, no soy de darte la coba, soy malo para cumplidos y pésimo adulador. Pero te diré una cosa: te ves mejor de cerquita, se nota un rasgo de vida que la foto disimula. 

Sí, tal vez ese maquillaje blanco se está cayendo a pedazos, tu entorno en nada te ayuda, y tu edad… ¿pues qué decir? Pero hay algo en ti que me gusta. Hay algo muy bello en ti.

Puedo sentir tu dolor. Debe ser algo muy duro ver cómo pasa la vida. Seguro fuiste la ilusión de alguien. Lo imagino con pasión, con sus manos artesanas sobándote con esmero, recorriendo tu materia con mayor ritmo que prisas, respetando tu color, resaltando tu belleza. Acariciando tus bordes y cepillando tus partes. Soplando sobre tu cuerpo en medio de la faena, suspirando satisfecho al verte de pie, completa. 

Luego vino la caída. Los colores de la moda se posaron sobre ti, cosméticos acabados sobre tu tez natural, una pinta sobre otra sin despintar la anterior. Al final, te despojaron del alma cubriendo de cal tu esencia. Para nadie es un secreto que las arrugas venían desde antes de estar aquí, pero el despiadado tiempo, el sol y la ácida lluvia te las marcaron a fuego. A la edad, súmale trucos, y lo que queda eres tú.

Pero párrafos arriba dije de algo bello en ti. Para entender tu belleza, la foto no hace justicia, hay algo que no se aprecia a menos de estar ahí: careces de cerradura, de candados o cadenas. No lo digo en el sentido de ser de fácil acceso o un alma libre, lo que noto es otra cosa. Tu experiencia no fue en vano, aprendiste a enamorar cuando exigiste respeto; para el aspirante de hoy, supones reto mayor a tu extinta lozanía. Lo mismo para un bandido que para el ser más honesto, no tienen forma de entrar: solo te abres desde adentro.