¿Qué hacer con esto llamado “nueva normalidad? No lo sé. La desesperación es mucha. La desesperanza le gana todos los días a eso llamado ser “positivo”. Ser positivo cuando familias enteras se están yendo, se están muriendo, y en sólo cuestión de días por la mordedura del bicho chino.
Hace días, vino a mi residencia un buen amigo, ingeniero él. Trabaja en una de las poderosas compañías extranjeras de la región; de familia modesta, se ha hecho él a sí mismo, de acero y roca en la vida. Es exitoso y eso da gusto.
Me platicó una anécdota de espanto. Sus vecinos, uno a uno, como fichas de dominó, han caído, como en una tabla cuando uno las empuja de un soplido. Sus vecinos han muerto sin pausa. Primero fue un joven, lo mordió el virus y se murió. Tenía diabetes, eso contribuyó rápidamente en su viaje a la tumba. Luego, murió la abuela de ese muchacho. Allí vivía con él y su mamá. La abuela, ya grande, fue presa fácil del virus. Pero siempre hay algo peor. Siempre habrá cosas peores en el horizonte de esta maldita pandemia. Acaba de morir la señora, es decir, la madre del muchacho. Todos se fueron en un santiamén. Puf.
¿Qué hacer, qué hacer en nuestros últimos días sobre al tierra, si acaso nos morimos en esta intentona de vivir? Sin duda, entregarnos a los placeres terrenales. Es decir, practicar el hedonismo responsable. Vivir, comer, beber. Es decir, existir. Entramos en materia a vuela pluma: es, sin duda, el vino espumoso más celebre del orbe por antonomasia. Nombrarlo es hablar de su denominación de origen, su glamour y su linaje escogido. Forma parte del abecedario de la humanidad y de la literatura. De la música y del cine. Forma parte de eso llamado civilización. Un producto tan refinado, tan cuidado y tan deseado que por éste y otros productos y creaciones afines, la civilización es lo que es actualmente: el refinamiento de los sentidos, la apuesta por los placeres y el hedonismo no como condena, sino como disfrute y fin. Esto y más es el champagne.
Lo he disfrutado algunas ocasiones en mi vida. ¿Caras o baratas las botellas? Es intrascendente y es grosería hablar de precio cuando se pueden disfrutar. Se elige el champagne por lo que representa. En una ocasión, la marca elegida para la charla fue un timbre de media tabla que deleitó con sus burbujas y frescura la tarde en que la bebí –esa vez, por ejemplo– con una estimada amiga de quien esto escribe en la vecina ciudad de Monterrey. La tarde se hizo noche. La tabla de quesos y aceitunas se evaporó y quedó el sabor, el bouquet de la botella de champagne elegida.
¿Sabe para qué y por qué creó Dios todos estos placeres, este tipo de bebidas y delicias como el champagne, señor lector? Para que usted lo disfrute antes de morir. Así de sencillo. Mi escritor de cabecera, Francis S. Fiztgerald, lo supo desde siempre y hasta el final de sus días. Hermoso y maldito, se fue joven de la tierra, pero dejó una obra invulnerable y agotó, sí, todos los regodeos a la mano, como esta bebida de dioses. En “El Gran Gatsby”, lo dijo en varias páginas: “En sus jardines azules, los hombres y las mujeres revoloteaban como polillas entre los murmullos, el champagne y las estrellas…”
¿Hay algo qué celebrar en el calendario, no obstante esta etapa maldita de peste bíblica? Sí, la vida, y nada más placentero que hacerlo con una efervescente y dorada botella de champagne…