En tres ocasiones he estado en la llamada “ceremonia del champagne”. Dos en la Ciudad de México, en el restaurante del tremendo Hotel St. Regis en pleno y bello Paseo de la Reforma, diseñado por el par de arquitectos que diseñaron las famosas “Torres Petronas” en Asia. Una maravilla. En esa ocasión, mi casa editorial en Monterrey, “BizNews”, me mandó a cubrir un reportaje junto a una batería de periodistas de varias partes de México, los cuales fuimos hospedados en semejante y galano hotel.
El chef del restaurante, un europeo del cual -para mi desgracia- no recuerdo el nombre, con un sable de gestas heroicas, de un solo y fino tajo, arrancaba, lapidaba el cuello de la botella, la cual en un segundo dejaba caer su líquido dorado en el piso, luego en nuestras copas. Sí, manjar de dioses. La otra ceremonia a la cual asistí fue en un gran y majestuoso hotel en Los Cabos, Baja California. Otra maravilla de la cual queda el recuerdo y se atesora para siempre.
El escritor Frank Stinkfoot me ha acusado de ser un decadente proeuropeo al preferir, al menos por ahora, las bebidas y comidas del viejo continente a aquello que se considera muy mexicano, como lo es el mezcal o el tequila. Aunque de momento mantengo alejados de mi mano y paladar ambas bebidas, siempre he sido muy competente para ambas. Mis borracheras, por lo demás (cada vez más esporádicas, la edad ya cuenta, puf), son públicas. Desgraciadamente, no pocas veces. Pero bueno, mi mala fama yo solo me la he formado y edificado. Nadie más.
El texto, el cuento se llama -así de sencillo- “Champagne”, es del genio ruso Antón Chéjov. Di con él vía la recomendación del también escritor defeño Armando Oviedo. La trama es sencilla y complicada a la vez. El personaje principal y su joven esposa -él, Nicolái y de ella nunca sabemos su nombre- viven en una pequeña estación del ferrocarril en el sudoeste del vasto continente de la antigua URSS. La vida era “aburridísima”, en la estación solo vivía el jefe Nicolái, su esposa, un telegrafista sordo, tres guardas y un ayudante “tísico”.
Era Año Nuevo y había que celebrar por todo lo alto, aunque fuesen solo dos invitados. El narrador del texto, Nicolái, nos habla todo el tiempo de la única distracción que tenía en aquel páramo helado: “beber vodka que los judíos mezclaban en sus pócimas”. Luego repetirá de dicho día especial, durante el cual ya había bebido “cinco vasos de aquel vodka emponzoñado”. Viene lo mejor, cuenta: “A pesar del hastío que me consumía, nos dispusimos a festejar la llegada del Año Nuevo… el hecho era que nos habíamos procurado dos botellas de champagne, del auténtico, con la etiqueta de la viuda Cliquot”. Luego, “una simple botella de champagne llegada por azar a nuestra aburrida estación, nos llena de alegría”.
Y como en todo cuento o relato genial de los buenos escritores, lo mejor viene al final: llega de improviso en el tren la tía Natalia Petrovna, una mujer joven que “desprendía cierto olor indefinible, pero que respiraba belleza y pecado…” Se abrieron las dos botellas de champagne y aquello “se fue al diablo y puso al mundo patas arriba”. Vea entonces usted, señor lector, todo lo que desató una o dos botellas de champagne (“un tesoro”, nos dice el narrador), y que jamás detonó un “vodka emponzoñado”. Este Chéjov es un grande, así de sencillo. Y con champagne en la mano, mejor.