La primavera y el verano, como es su sorda costumbre, han sido ardientes. El verano arde y, en su calor soporífero, a nadie respeta. Como en una vieja tonada de Mario Saucedo, debido a la bestia suelta del infierno, “las noches las hago días…” o para decirlo con la lengua de otro clásico, Roberto Carlos, en una de sus conocidas tonadas “… y cuando el sueño vence el día nació”. Como no puedo dormir debido al asfixiante calor, las noches las he hecho días, y sí, cuando de madrugada llega un viento fresco y empiezo a dormitar, pues llega la plena mañana con su sol jurado. Noches de insomnio y lectura, entonces.
A estas indecentes horas de la noche en que no se sabe si volver a convocar al sueño o, de plano, levantarnos del todo para iniciar las labores cotidianas, siempre dudo también para alcanzar un vaso o taza y qué beber. ¿Café, té o Coca-Cola? Suelo decantarme por las últimas dos y casi al mismo tiempo. Imagino he de tener gusanos en la panza alimentados por este jarabe del imperialismo yanqui, pero nada más refrescante que beber Coca-Cola a media noche. Lo de beber agua nunca se me ha dado. Ni me quita la sed y no la disfruto. Aparte, como casi no hay, prefiero dejársela libre y lista a los animales en los ranchos vecinos.
Con este calor, me alimento de Coca-Cola y frutas variadas. No pienso cambiar de dieta. La bebida refrescante, que está viva en todo el mundo, tiene nombre y apellido: es la Coca-Cola. Por un trabajo de ensayo que estoy maquinando, de nueva cuenta y como siempre en mi vida, leo y releo a mi escritor de cabecera: Francis Scott Fiztgerald, y si lo leo y abordo, no puedo dejar de lado a su musa, con la que se compenetró a tal grado que se destruyeron mutuamente: Zelda Sayre. Oteando páginas en los libros de las epístolas escritas por el norteamericano, cuando bramaba el último año de F.S. Fitzgerald sobre la tierra, 1940, este vivía de prestado con su amante en Hollywood, California. Zelda Sayre, atacada de sedantes, se consumía viva en un hospital para enfermos mentales.
Scott mantenía una correspondencia regular con ella. El 16 de noviembre de dicho año le envió una epístola donde le cuenta de su hábito diario: escuchar la radio y el intentar terminar la última novela que dejaría escrita. De salud ya quebrantada, el autor de “El gran Gatsby” se queja de un “peso” que le oprime “los hombros y la parte superior de los brazos”. Al ir con el médico, este le receta algo doloroso, así lo escribe en quejido lánguido a Zelda: “he tenido que dejar la Coca-Cola…” (“Cartas de amor y guerra”, Mondadori). ¿Quién en su sano juicio puede prescindir de una buena y fría Coca-Cola? No lo sé. Como soy adicto a este jarabe como Fiztgerald, me es imposible imaginarme la vida sin esta “chispa de la vida.”
El santo patrono de Aracataca, Colombia, san Gabriel García Márquez, tiene un texto señero al respecto, escrito allá por las lunas de 1952: “El bebedor de Coca-Cola”. ¿Es tan perjudicial la Coca-Cola como se dice?, ¿cuál es el mito, cuál la realidad? No lo sé, ni me interesa. Soy adicto a esta bebida que refresca. Más que bebida, ícono, símbolo, signo, producto cultural y popular que forma parte de la historia de la humanidad. Un escritor que a todos gusta, el malogrado chileno Roberto Bolaño, en dos de sus textos, “Putas asesinas” y “Llamadas telefónicas”, dejó como coctel a disfrutar su preferido en la vida real: el “charro negro”, mezclado a base de tequila, Coca-Cola y zumo de lima. Antes de que los galenos, como a Fiztgerald, me prohíban la Coca-Cola, bebo litros de ella toda la noche.