El almuerzo de un Rey 2/2

¿Cuándo se jodió entonces nuestra vida y ahora tenemos que contar gramo por gramo las hojas de lechuga recomendadas por los nutriólogos para salvar y agregar dos días a nuestra obesa y diabética existencia?

Le recuerdo la ficha del libro el cual es verdaderamente una aplanadora de pensamiento, “Yantarse de cuando la electricidad acabó con las mulas” de la pluma de Miguel Ángel Almodóvar, el subtítulo lleva el sugerente resumen: “La historia paralela de la electricidad y de la comida.” Volumen editado para la editorial Nowtilus, de España. Lo estoy disfrutando enormidades por el estilo, las ancándolas e historias aquí contadas y en sí, por todo el entramado de cualidad, investigación y datos que aporta de una España comprendida entre 1843 y 1931, justo el periodo en que la electricidad llegó a la península ibérica para jamás marcharse y así modificar hábitos, costumbres, la vida toda de un país. Como lo mismo pasó en México, vaya.

¿Cuándo se inventó el colesterol, la grasa, los triglicéridos y todo eso que ahora jode al buen yantar? ¿A quién diablos se le ocurrió empezar a contar las calorías, los aminoácidos, las vitaminas y minerales de cada porción alimenticia a deglutir? Corría el último tercio del siglo XIX y se preparaba para gobernar a un niño de tres años, Alfonso XIII. Éste era educado por su madre, Reina y regenta, doña María Cristina. A sus tres años, imagino que para ser fututo Rey, Alfonso XIII necesitaba de los siguientes y abundantes alimentos que narra y transcribe puntillosamente en su investigación, el autor, Miguel Ángel Almodóvar.

Para el desayuno del jerarca y diariamente, el cual presidía con su madre las juntas del Consejo de Ministros, se solicitaban los siguientes bastimentos (insistimos, sólo para se señoría, el infante Rey): cuatro huevos pasados por agua, doce bizcochos, un plato caliente a elegir entre pollo asado con patatas fritas o bien, dos chuletas de ternera o bien un filete de buen tamaño o seis chuletas de cordero o dos turnedós o dos escalopas de ternera. Hay un denominador común: todos estos platillos en su guarnición llevaban una amplia dotación de papas fritas. ¿A qué niño no le gustan?

Para merendar, dejemos cómo lo platica de su pluma el autor: “… le ponían en la mesa una taza de consomé; una tortilla de diez huevos con patatas, pollo asado, seis lonchas de jamón, ocho filetitos de lengua y doce rodajas de solomillo…” Socarronamente, el autor añade, “con esto iba haciendo apetito para la cena.” Caray, sin duda. Si usted ve las fotografías disponibles del niño y luego en su adolescencia, del joven Rey junto con su madre, no atisbará signo de gordura. ¿Cuándo se jodió entonces nuestra vida y ahora tenemos que contar gramo por gramo las hojas de lechuga recomendadas por los nutriólogos para sí, salvar y agregar dos días insípidos a nuestra obesa y diabética existencia terrena?

El autor le llama a Alfonso XIII, el Rey gourmet. Éste como lo vimos rápidamente y a vuela pluma, manifestó desde pequeño una inclinación sana hacia los placeres del buen comer. De hecho, añade el autor, “era caprichoso en sus gustos y en el trato de los que compartían su mesa.” Y claro, si era niño, tenía mascotas. Y su gusto culinario era extensivo a un periquito japonés que tenía, a varios loros y otro tipo de pájaros enjaulados y a sus perros. ¿Sabe qué le ordenaba diariamente a su periquito? Un plato de arroz con hígado picado… Sin duda, buenos tiempos cuando aún nadie inventaba el hígado graso, el colesterol, los aminoácidos, la gastritis, la colitis…. Volveré al tema.

Jesus R. Cedillo

Escritor y periodista saltillense. Ha publicado en los principales diarios y revistas de México. Ganador de siete premios de periodismo cultural de la UAdeC en diversos géneros periodísticos.