ADIÓS, ALFONSO (SEGUNDA PARTE)

Esa tarde, Laura le miraba inquieta a los ojos. Alfonso percibió que algo iba mal desde el momento que la vio entrar a la habitación del hotel, pero no le dijo nada sino hasta el final…

¿Qué te pasa, Laura? Hoy estás callada…

—No es nada, Alfonso. Cállate y abrázame.

Y se cerraba en su hermetismo, mientras Alfonso la sentía temblar.

—No, Laura, no me callo. A ti te pasa algo. ¿Es tu marido? ¿Nos ha descubierto?

Laura lo miró por un largo espacio de tiempo. Lentamente, las lágrimas le empezaron a brotar, surcándole las mejillas. Armándose de valor, lanzó las dos palabras fatídicas:

—Estoy embarazada.

¡Bum! Golpe. Silencio. Nada. ¿Embarazo? Pero… ¿Qué? ¿Cómo? No, es un error. NO.

—No puede ser, Laura. ¿Estás segura? ¿Sí? ¡Dios mío! No, Laura, no nos podemos permitir esto. Tienes que abortar. No nos lo podemos permitir. ¿Abortarás, verdad?

Se mostraba enérgico. «Jamás retroceder». ¡Su lema! Sí, Laura abortaría; pasase lo que pasase no podría traer ese niño al mundo. Pero Laura respondía ya a su pregunta…

—No, Alfonso, no abortaré.

—Pero… si no abortas, tu marido se dará cuenta.

—¡Pues que se dé cuenta! –estalló de pronto ella—. Me da lo mismo. No voy a matar a mi hijo, Alfonso. Si quieres, puedo pedir el divorcio y nos vamos juntos a formar una familia. Si no, ya veré qué hago. Pero el aborto no es una opción. Así que, ¿qué? ¿Te sumas o no?

Alfonso se quedó sin palabras. Abrió la boca, pero volvió a cerrarla de golpe. Tuvo la misma reacción que la mañana que le conoció: no pudo responder.

Al no obtener una contestación, Laura se levantó del sillón en donde estaban y comenzó a arreglarse. Alonso, incrédulo, la miraba ir de un lugar a otro: no daba crédito a lo que estaba pasando. «Se va… se te escapa de tu vida, Alonso. ¡Haz algo!». Pero no podía, se sentía cobarde. Lo era.

Ya en la puerta, Laura se giró y le lanzó una mirada triste. Y, entonces, lo dijo:

—Adiós, Alfonso.

Y se fue. De la habitación y de su vida. Se largó. Y hoy, en la parte trasera de su casa, estaba muriéndose en el olvido más grande, sin nadie que le tomase la cara entre las manos y le dijese un «te amo». Moría solo.

¿La dejó ir? Bueno… al principio, sí, pues ni siquiera intentó contactar con ella. Pero el paso del tiempo fue rascando todas las barreras que su corazón había interpuesto. Aunque, siendo sinceros, fue más la pasión que le carcomía por dentro. No era amor. O, por lo menos, no un amor sincero. Y en medio de la desesperación ante la ausencia de Laura, Alfonso tomó la decisión más estúpida de toda su vida: decidió ir a tocar a la puerta de la casa del vecino. La casa de Laura. “Venga, Alfonso, cierra los ojos otra vez… Ya no vale la pena tenerlos abiertos”, pensó mientras se desangraba en el patio trasero de su casa. Y bajando los párpados, recorrió una vez más lo acontecido hacía pocas horas.