Para cuidar del corazón, acude uno al gimnasio; para cuidar de los sentimientos, mejor refugiarse en misa, terapia, la reunión familiar, la carnita asada… o ver un capítulo de “Everybody loves Raymond”. Bonita condición humana esa dependencia de órganos que, entre otras cosas, sirven para que tantos profesionales tengan una digna ocupación: el cerebro no funciona sin irrigación sanguínea, mientras el corazón no bombea sin órdenes del cerebro. No vive uno sin el otro, así como historia de amor apache, o de bachillerato.
Total, que ahí me tienes de visitante consuetudinario en el gym, cuidando del corazón y tratando de recuperar el ‘sixpack’ que, yo sé, se esconde bajo eso que mis hijas llaman “la pancita legendaria”. Acudo con regularidad, más porque recibo el cobro recurrente en la tarjeta de crédito que por dar mantenimiento a la carrocería que el sarcástico Dios asignó a esta conciencia, alma, espíritu o caricatura; ya sabes cómo es esto: para suspender mi membresía tengo que llegar el día exacto, a la misma hora, con el mismo ‘outfit’ y con la misma recepcionista, durante la semana del aniversario de la suscripción.
Aunque cuido de no establecer mucho contacto visual para no convertirme en Lord Mirón o algo similar, es imposible despojarme de la imaginación cuando me encuentro en este tipo de microcosmos. Entonces, para hacer la rutina más amena, permito a la mente divagar y juego un poco a la omnisciencia, conjeturando qué escuchan los demás visitantes en sus auriculares.
Por ahí anda alguien de mi generación que debe escuchar un ‘heavy metal’. Aquel otro, adivino, tiene en su lista de reproducción puros corridos tumbados; aquella jovencita tiene cara de Taylor Swift, mientras su madre ha de escuchar un podcast de meditación. El mamado que arroja las pesas al suelo, como si quisiera recrear en este edificio lo ocurrido en las torres gemelas, quizá le da vueltas a su ‘playlist’ de música electrónica. El tristón reproduce una y otra vez los audios de su madre muerta, el estudiante aplicado repasa audiolibros para sus exámenes al tiempo que el funcionario público sintoniza “Desayuno con Juan Manuel Udave”. Anda también por ahí el narciso que luego de cada repetición comprueba en cuántas micras aumentó su musculatura, así como el proveedor de proteína y quién-sabe-qué otras sustancias, infaltable en todas partes.
Y sucede que mi vecino de caminadora atiende una llamada telefónica. Al terminar, algo ocurre con su aparato, supongo que una tecla presiona o sus auriculares se quedan sin pila o alguna configuración tiene que se desactiva el ‘bluetooth’, y lo que antes solo él escuchaba en sus auriculares, ahora lo oímos quienes estamos a su alrededor. Por su facha, edad y lenguaje corporal, pensé que su música sería algo de moda, algo estridente para mí, algo más apegado al ruido que al ritmo o a la poesía, algo de lo que mis hijos ponen en mi camioneta cuando nos desplazamos del hoy al mañana y del ayer al hoy. Pero no, me parece reconocer una de esas frecuencias en Hz precedidas por un número como 33, 285, 396, 417 u otra cifra que, por su trasmisión, evoca más al orden de Fibonacci que al caos del mundo percibido; aclaro: no es que tales frecuencias y la citada secuencia tengan necesaria conexión, nunca falta el ‘nerdcito’ que me corrige los datos, aunque nunca los conceptos. Es un agradable descubrimiento; un halo de paz, tranquilidad, vigor y optimismo se cierne sobre nosotros.
Me doy cuenta que a mi edad, con todos mis años, vivencias, alegrías y descalabros, sigo siendo un tipo prejuicioso que se deja llevar por las apariencias y primeras impresiones; esta experiencia puede cambiar eso.
Salgo del gimnasio con renovada perspectiva, pero no con una nueva visión del mundo. Ese es tal cual es por la suma de conciencias, esa configuración social que pretende igualar todo lo que por naturaleza es diferente; no es por eso que entendemos como conciencia colectiva, geopolítica u orden mundial, es más bien por otra forma de percibir a las personas que habitan este planeta: individuos como tú y como yo, que nunca son como los imaginamos, que siempre -pero siempre- son distintos, más virtuosos y complejos debido a la singularidad y no por usos y costumbres. Seres que resultan ser más interesantes de lo que creemos al verlos en un gimnasio, en una cafetería o en los pasillos del supermercado.