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/ 4 mayo 2025

THERANOS, O LA TULIPOMANÍA

Fue considerada como la siguiente Jobs, Gates o cualquiera de esas historias de meritocracia que iniciaron en la cochera donde sus progenitores estacionaban los Bugatti. Elizabeth Holmes sorprendió a Silicon Valley en la primera década del siglo con Theranos: una propuesta que, a diferencia de los dioses del valle, no prometía solo una suma de tecnologías ya desarrolladas, sino un invento para revolucionar el acceso a la salud desde una óptica de economía doméstica y el tiempo de respuesta en diagnóstico... además de no traumatizar venas para extraer sangre.

Conocí esa historia tiempo atrás por un documental de HBO. Ahí entendí que “Edison” fue el nombre del aparato portátil que, con una gota extraída de la punta del dedo, podría hacer pruebas de laboratorio para evaluar más de un centenar de posibles problemas de salud. Nunca funcionó; pero tanto en ese documental como en la miniserie que más tarde sacó Hulu, se centran en el fenómeno de un fallido emprendimiento que llegó a levantar cerca de un billón de dólares de inversionistas y ser valuado en casi diez veces esa cantidad, sin un sustento funcional del aparato o invento. Cabe mencionar que los inversores y junta directiva que creyeron dar con la gallina de los huevos de oro (unicornio, en la jerga de startups y negocios disruptivos) son personajes de lo más picudo que puedas encontrar; no eran los mortales que se meten a la flor de la abundancia.

Claro, cuando hablamos de tópicos sensibles para la economía, como las cuestiones energéticas, de movilidad, comunicación, educación y salud, siempre queda espacio para las teorías conspiracionistas. Ahí está toda la literatura en internet referente a Nikola Tesla. Basta con que a un buen influencer se le ocurra compartir la sospecha, y en un par de años tendremos una película hablando de cómo las grandes farmacéuticas enterraron los sueños de una jovencita texana que amenazaba los márgenes de su negocio.

Pero se va acabando la página y todavía no voy a lo que voy. Se retrata de manera genial en la miniserie ese villano que a nadie enseñaron en las clases de escritura: la civilización. Y es que, conforme uno avanza en la trama, es difícil no empatizar con cada involucrado en una espiral de intereses, mentiras y supuestos que van torciendo una idea que parece sustentable en lo teórico, pero no así en lo físico y biológico. Entiendes los motivos de todos, legítimos desde la perspectiva de cada quien, y tarde o temprano reflexionas en otros temas para caer en cuenta de que, ya se trate de la Segunda Guerra Mundial, aranceles, medicina o migración, los villanos siempre atienden a coyunturas históricas y son orillados por sus pueblos y poderes fácticos a caer en toda clase de sinrazones; nos gusta señalar un culpable, pero nunca asumimos un ápice de responsabilidad por ser parte de una civilización, mercado, pueblo, partido, religión, gremio, sindicato, sociedad o familia de mil cabezas que demanda de forma colectiva lo que nadie se atrevería a exigir de manera personal.

En el caso de Theranos, casi la totalidad de inversionistas, medios, colectivos, científicos, familiares, educadores, trabajadores, celebridades, políticos y líderes de toda índole presionan y hacen eco de un concepto que parece viable, y, aunados a la ambición de su creadora, empujan y empujan cada vez más por un sueño que desean ver materializado, pero donde las impecables leyes de la madre naturaleza se imponen a los más repetidos vicios de la naturaleza humana. Pero, ¿quién es inmune a subirse a una ola que tiene arriba a tanta gente pensante?

Desde la concepción de una propuesta sin dilemas, donde el bien común, la salud y un buen negocio son compatibles, en la realidad empiezan a aparecer dilemas de todo tipo, en donde aflora lo más íntimo de una condición humana muy expandida en estos tiempos: primero yo, luego yo y al último, yo.

Terminando, para darle sentido al título de la columna y algo interesante que puedas hacer en la noche del domingo, te recomiendo consultar de qué va eso de la Tulipomanía, solo para descubrir que nuestros errores de apreciación cuando seguimos ciegamente una corriente no son consecuencia de esta era, sino de la más pura naturaleza humana, la misma que nos rige desde hace unos doscientos mil años.

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