Vidas reflejadas:primera parte

Debí haber tenido siete años aproximadamente cuando comenzó todo

Con ánimos de salir de la rutina, mi querido lector, le compartiré durante las próximas semanas un trabajo de mi autoría, seriado en cuatro segmentos para los cuales debe ponerse cómodo y, por ende, dejarse disfrutar de un muy buen rato. Espero sea de su agrado, usted que ha estado conmigo desde el principio. Comenzamos.

Desperté aquella mañana de Julio sabiendo que los segundos siguientes serían los últimos de mi momentánea existencia. Inhalé la última bocanada de aire que yacía a mi alrededor, me levanté y, por última vez, me mire al espejo, aquel espejo tenebroso donde se refleja, invariablemente, la indeseada realidad. Y entonces, volví a despertar.

Debí haber tenido siete años aproximadamente cuando comenzó todo. Recorría los pasillos del orfanato Santa Matilde, esperanzada en pasar desapercibida entre los demás huérfanos; entre la tristeza, la soledad y el olvido.

La Madre Alicia había sido quien salvó mi existencia de aquél tiradero municipal, donde, entre los escombros, se encontraba una recién nacida, sin vestimenta alguna, tomando firmemente una nota de papel con su pequeña mano derecha, la cual se leía: “Te dejó, mi pequeña, pero no te olvido. No me busques en las calles, ni en las actas ni en los diarios; yo ya no existo, sólo existo a través de mi imagen reflejada en los espejos”. Es desde entonces que vivo bajo el resguardo de la religión, de los itinerarios y de una esperanza corrompida por un acto que, hasta ahora, he logrado descifrar.

Eran ya altas horas de la madrugada, sin embargo me asfixiaba la sensación de incertidumbre. Con siete años, miraba, sin éxito alguno, aquella última sentencia: “solo existo a través de mi imagen reflejada en los espejos”. Salí sigilosamente de la habitación, tratando de evitar concluir con la vigilia de mis demás compañeros olvidados. De punta en punta caminé por el pasillo sin saber a dónde me dirigía. La luz espontáneamente encendida del cuarto de las Madres agitó mi respiración y actué rápidamente, introduciéndome a un cuarto a través de la puerta más cercana a mí.

Nerviosa y aterrorizada permanecí en silencio. Si yo no las veo, ellas no me ven, pensé en mi interior. Levanté la mirada en la penumbra de la habitación, y vi ante mí un gran y majestuoso espejo, cubierto por una sábana blanca de inicio a fin. Me acerqué con cuidado y observé por detrás sus bordes de oro puro. Tomé la tela blanca y, de a poco, tiré de ella hacia el suelo. Lo siguiente que vi fue a mí misma, reflejada en él a través de la luz de la luna que se asomaba por una pequeña rendija.

Contemplé en el espejo a una niña idéntica a mí: ojos cafés, marca de nacimiento en la ceja izquierda; sin embargo, observé sus ropas y observé las mías: no eran las mismas. Además, a ella la habían peinado con cuidado y perfección; yo, con mis cabellos largos resbalando por mi rostro hasta mi cintura.

Nos mirábamos fijamente la una a la otra, haciendo los mismos movimientos, contando las mismas respiraciones, contemplando en los ojos de la otra la misma incertidumbre, esperando a que alguna soltará a los vientos aquel descubrimiento irreal, imposiblemente existente.

La niña del espejo dio un paso hacia atrás mientras yo permanecía quieta. Me observó de pies a cabeza, y me sintió. Le compartí mi dolor, mi desdicha y mi destino con tan solo una mirada, y se fusionaron nuestros sentimientos a través de ese espacio cósmico e inexplicable. Nos acercamos la una a la otra; nuestras manos se tocaron y, al mismo tiempo, como si fuéramos ya una misma, lentamente, cerramos nuestros ojos.

Y entonces, desperté.

 

María Treviño

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.