VERDADES QUE DUELEN

No le hacemos ningún bien a nadie cuando no decimos la verdad. Triste pero cierto. Podemos decirle al niño que toca el violín exquisito, pero si no es cierto, le estamos haciendo un gran daño. Pasa lo mismo si le decimos que es listo cuando realmente tuvo suerte o que es gracioso cuando sus chistes no hacen gracia.

Cuando nos dicen mentiras que nos hacen sentir bien, perdemos el Norte. Pensemos en alguien con sobrepeso que quiere correr un maratón: mañana. Mal haríamos alentándolo. Ese proceso requiere una serie de condiciones que, para lograrlo, hay que conseguir previamente.

“¡Qué dibujo magnífico!” Cuando se esforzó poco y lo hizo a desgana. “¡Te felicito por tus calificaciones!”, cuando son todo mediocridad y falta de concentración. A veces confundimos el refuerzo positivo con la mentira.

Para que sea refuerzo positivo tiene que haber algo que reforzar. Normalmente es el esfuerzo, ese es el que se aplaude. Haberlo hecho mejor que la última vez, eso es lo que se premia. Decirle bonito a lo que es feo, no le ayuda a nadie.

Con frecuencia les comentó a las parejas que me lo preguntan, que el refuerzo positivo sirve para todo, siempre y cuando sea verdad. Si tu esposa te hizo el desayuno hoy y te gustó, ¡dícelo! El circuito cerebral que recibe esa felicitación genera dopamina (que nos hace sentir bien). Las probabilidades de que repita el desayuno aumentan si ella recibe un chute de dopamina cada vez que lo hace.

Funciona igual con el varón. Si ponemos atención y felicitamos todos los comportamientos que nos agradan, pronto tendremos un mundo donde los varones, ponen los calcetines en su lugar, abren las puertas de los coches, lavan los platos y bajan la tapa del escusado.

Claro, también está la otra verdad. El reproche, amor apache. “Ya era hora de que pusieras los calcetines en el cesto de la ropa sucia”, con los brazos en jarras, no motiva a nadie. “Vaya, hasta que me haces el desayuno a mí también y no solo a los niños”, despectivamente… no funciona.

Decir la verdad no significa decirlo todo, todo el tiempo. La virtud de la prudencia tiene que mediar para decir lo que es necesario a la persona adecuada. Desconectar el cerebro de la lengua, nunca es buena idea. Sobre todo, si, como hacemos en ocasiones la generación actual, lo conectamos sin filtro directamente a las emociones.

Decir la verdad no es excusa para lastimar a nadie. La hostilidad disfrazada de honestidad lastima. Y quita mérito y prestigio a quien la usa. Sin embargo, la verdad arde un poquito, como el Merthiolate. Depende de la capacidad de cada uno para aguantar. Habrá quién se escueza en silencio, y quien haga del asunto una tragedia griega.

Pero funciona. Da luz. Saca de la obscuridad. Es esperanzadora. Siempre se puede hacer algo cuando reina la verdad y normalmente será el trabajo con uno mismo y no con los demás. La verdad, dicha con cariño, tiene la capacidad de movernos hacia la claridad y con ella a la paulatina perfección.

También, hay que considerar que alivia el sufrimiento a largo plazo. Tanto el propio como el de los demás. Si todos le dicen que es guapo, listo, simpático y encantador y eso no corresponde con la realidad, el problema de autoestima, autoconcepto e identidad de esa persona es mayúsculo, al punto de impedir la correcta socialización.  No ser lo que pienso de mí mismo es deprimente.

Al decir la verdad “garantizamos” un mejor mañana, iluminando el presente. Cuando alguien te dice la verdad, de la mejor forma en que puede, te está dando un bien que te puede servir para evitar el sufrimiento innecesario del futuro. Al final, acompañarse de la verdad es sano para el cuerpo y también para el alma.

Jesús Santos

Educador con amplia experiencia en la formación de padres de familia, docentes y alumnos. Especialista en personas. Intenta todos los días educar en libertad. Regio de origen. Actualmente dirige el North Hill Education System en el norte de la ciudad. Papá de 4, esposo de una para toda la vida.