VEINTE MINUTOS EN LA LÍNEA B

IMAGEN DE GOOGLE.

Recorrido desde Alem hacia Pasteur

El día más triste del mundo me encontró sentada en el metro de la línea B, rumbo a la calle Corrientes. Esperaba en silencio, como todos los otros, el arranque, rozando piel con piel a dos señoras cuyos nombres nunca conoceré. Cientos de personas tocándonos sin tacto por aproximadamente veinte o treinta minutos, ignorándonos, solos.

En el metro no hay individualidades ni recuerdos: hay un viaje donde sólo importa el final del trayecto. Es casi imposible recordar los rostros de la gente porque los rostros, en ese lapso de tiempo, no existen. Un mismo gesto atraviesa a las personas que nunca más volveré a ver y que tampoco me volverán a ver a mí, ni siquiera ahora que me tienen en frente. Yo no los veo y ellos no me ven.

En una de las paradas, un hombre, entre todos los hombres y mujeres, sube a mi vagón. “Muy buenas tardes señores miren mi nombre es [cualquier nombre] disculpen las molestias que voy a causarles yo sé que no tienen ganas de escuchar, pero estoy vendiendo estos paquetes de pañuelos a veinte pesos cada uno, hoy “nué” vendido nada tengo cuatro hijos y una mujer dormimos en las plazas todas las noches, su colaboración nos da de comer así que de corazón el que quiera y pueda. Que Dios los bendiga”. El hombre trata de moverse entre los maniquíes, pero es difícil. Cruza todo el vagón sin que nadie lo observe y finalmente espera para salir en la parada siguiente. Ahora es una mujer la que entra, con un niño en brazos y dos pequeños que reparten papeletas: “Estamos en situación de calle. Ayuda”. Van depositando el mensaje sobre el regazo de la gente que no se inmuta. En la parada siguiente bajan del metro y suben a otro para repetir la dinámica. Un joven con olor a sufrimiento y soledad entra para acomodarse en una de las esquinas, cerrando los ojos hasta que lo despierte la voz que anuncia la última parada.

Veinte minutos me tomó viajar aquel día. No sé cuántos individuos vi entrar y salir con las mismas historias rodando en sus ojos, y me harían falta más de veinte minutos para intentar escribirlo o recordarlo. Me tomaría horas, días enteros hablar sobre lo que pasa en tan solo veinte minutos de metro; sobre lo que no sé si únicamente vi yo y que no había visto en viajes anteriores dentro de esa misma estación. No sabía que un día podía reducirse a un tercio de hora y que el día más triste del mundo iba a posarse sólo frente a mí, aunque estaba rodeada de otra gente que lo estaba viviendo sin saber.

El día más triste del mundo fue aquel, que sigue sucediéndose. El verídico “eterno retorno” del que alguna vez habló Nietzsche, donde lo que parece compañía no es más que algunos cuerpos apilados y perfumados de otras prisas. Durante veinte minutos se abre la posibilidad de mirar y de mirarnos, vernos fijamente las verdades de nuestro interior y las mentiras del mundo. Pero enseguida lo olvidamos. Fuera del metro la vida sigue igual, los compromisos esperan y el día se termina, una y otra vez, siempre.

Salí a la calle Corrientes con una sensación de nausea. Me compré un agua en el primer kiosko y me la tomé entera. Decidí que de regreso a casa iba a caminar, y que iba a escribir esto para no olvidar que “el día más triste del mundo sucede todos los días bajo tierra, en la línea B, durante veinte minutos, y después se me olvida”.

 

María Treviño

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.