UNA TARDE CON MIS RECUERDOS

Relato corto

Me acuerdo claramente del momento en que leí “Conservación de los recuerdos”, relato corto de Julio incluido en su libro “Historias de cronopios y famas”. Hay dos maneras de preservarlos: por una parte, como los famas, que los mantienen apilados, clasifi cados y rotulados; y por la otra como los cronopios, o sea, desordenados, corriendo por las escaleras, los cuartos, la cocina y escondiéndose entre los recovecos de la casa. Yo sabía que mi caso no era el de los famas. De hecho, tomando el almuerzo con mi recuerdo de hoy, 12 de julio, corroboré que no estaba equivocada. Los famas tienen miedo a mirar lo que algún día era distinto y evidentemente ese caso no es el mío. Mis recuerdos me acompañan todo el día, todos los días. Todo el tiempo. De pronto les gusta que los saque a pasear, y yo encantada los llevo a sitios que ya conocían para que miren el paso de los años, cosa que a veces no les gusta del todo. ¿Quién lo diría? A los recuerdos, de vez en cuando, no les gusta recordar. Ellos, tan inocentes y viejos, corren con la ilusión de encontrarse con la misma escena que vivieron en carne propia hace no tanto, pero nunca logran hacerlo. Siempre un detalle, una excusa, un columpio oxidado o una silla vacía. Al principio les cuesta creer que estamos en el mismo lugar que ellos recuerdan y ríen de forma nerviosa esperando a que les confiese que es una broma, que les tomo el pelo y que eso de que “las cosas cambian” no es más que palabrería. Cómo me gustaría que así fuera, pero no puedo mantenerlos en la mentira.

Entonces, muy sutilmente, les cuento la verdad, lo que ha hecho el tiempo y las personas con lo que ellos recordaban. Y los pobres, pobres recuerdos, entre lágrimas y abrazos, se acurrucan como niños pequeños y esperan a que los responsables de haber roto los momentos vuelvan para arreglarlos. “No pedimos mucho”, dice uno de ellos, “sólo seguir vivos y que no se olviden de nosotros. Que nos traten con amor”. Ellos piensan que los curitas y el color son capaces de restaurar lo dañado y desteñido del presente en el que nos encontramos. Ojalá fuera así de sencillo.

Se nos ha hecho tarde. El cielo está vestido de obscuridad y a mis recuerdos les da miedo la noche. Volvemos a casa y, mientras preparo la cena, me preguntan por qué las personas destruyen lo que con tanto cariño ellos se han dedicado a guardar para la posteridad. Yo me detengo un segundo a reflexionar. “No lo sé”, les contesto. Un silencio prolongado inunda el comedor. “¿Tienen miedo a ser felices de nuevo?”, pregunta otro con un tono de voz melancólico.

Y me quedo helada sólo de pensarlo. Me giro lentamente para mirar a todos mis recuerdos, sentados uno a lado del otro, y contemplo los momentos que significan cada uno de ellos: algunos más largos, otros más cortos, en familia, con amigos, sola, contigo, llorando, corriendo, leyendo. Pero feliz, segura, viviendo un instante que, de algún modo, yo no tenía idea que siempre iba a recordar. ¿Por qué quisiera yo destruirlos con el paso del tiempo, con la lejanía de los cercanos, con el miedo a cumplir lo que alguna vez se prometió?

Mis recuerdos, ya cansados, se extienden por toda esta casa y se preparan para soñar un rato con el momento que atesoran dentro. Que los mantiene vivos. Una ligera sonrisa se asoma en la comisura de sus cuerpos largos y finos.

Y levitando en el limbo entre la realidad y la fantasía, desean, como cada noche, que nada haya cambiado el día de mañana.

LA AUTORA

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.

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María Treviño

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.