El díptico de James Joyce, donde lo convocamos a la tabla, fue ampliamente leído por usted. Muchas gracias por sus atenciones. Un lector atento me mandó el siguiente mensaje: “Ese James Joyce daba unas comidas pantagruélicas, maestro, no hay que imitarlo. Abrazo, don Jesús”. Caray, le creo a mi lector.
Y es que si usted recuerda, el señor Leopold Bloom (alter ego del mismo Joyce), al cual engañaba su esposa, la cantante de ópera, solía recetarse lo siguiente, según el texto de “Ulises”: “El señor Leopold Bloom comía con fruición órganos internos de bestias y aves. Le gustaba la espesa sopa de menudos, las ricas mollejas que saben a nuez, un corazón relleno asado, lonjas de hígado fritas con raspaduras de pan, ovas de bacalao bien doradas. Sobre todo le gustaban los riñones de carnero a la parrilla, que dejaban en su paladar un rastro de sabor a orina ligeramente perfumada”.
Pues sí, a este tipo de comidas abundantes, excesivas en cantidad, casi bestiales, se les define como “pantagruélicas”, término tomado de la literatura. Específicamente de “Gargantúa y Pantagruel” de la autoría de Françoise Rabelais (1532-1552). En muchas ocasiones los sustantivos en literatura, y por su poder de fundación, terminan o dan lugar a adjetivos los cuales se han incorporado con éxito a la vida y habla cotidiana. Ya luego son aceptados por el Diccionario de la Real Academia, como es el caso que hoy nos ocupa: una comida pantagruélica. Es decir, una comida basta, excesiva, abundante, casi bestial. O bestial, pues.
Digamos algo sencillo: las aventuras de Gargantúa y su hijo Pantagruel son varias aventuras, episodios y andanzas de la Biblia bajo un palio disparado por su autor: la comida y la bebida llevados al extremo. Nuestro autor estudió literatura, filología, griego y medicina. Se ordenó monje y al final de sus días fue nombrado párroco en Meudon y Saint-Christophe en París, Francia, donde murió.
A lo largo de veinte años, el autor (quien había abandonado el monasterio franciscano donde estaba recluido) publica cinco libros. El primero de ellos con el siguiente título: “Grandes e inestimables crónicas del grande y enorme gigante Pantagruel”. En este libro figuraba como autor Alcofibras Nasier. Pues sí, es el anagrama de su nombre: Françoise Rabelais.
Hoy usted puede leer todos los libros agrupados bajo el título de “Gargantúa y Pantagruel”. Hay estudios o ediciones críticas muy bien anotadas, por lo cual es una delicia leer el texto. En mi caso, gozo de tener tres ediciones del libro. Una de ellas, con las ilustraciones del gran artista, el inconmensurable Gustav Doré. Una maravilla. En honor a la verdad, nunca lo he leído completamente. Revisando la edición comercial, la cual tengo anotada, apenas tiene algunas grafías mías. Nunca la terminé de leer. Hoy, en honor y respeto a mi lector, lo voy hacer.
Solo una perla de decenas, lo relata Rabelais: cuando nace Pantagruel, apenas pisa tierra, a grandes voces, pide de beber. Su padre, Gargantúa, dispone para su crianza y su manutención de leche diaria, una partida, un rebaño de 17 mil 913 vacas lecheras. Este y no otro era el apetito del niñito recién nacido, sí, un apetito “pantagruélico”.