Tacto

Nos sentimos con el permiso y la autoridad de decirle a todos lo que nos venga en gana

Pasan los días y cada vez me es más evidente lo poco o casi nulo que practicamos el comunicarnos efectivamente. No sabemos conectarnos, no tenemos ni idea de cómo hacerlo; pensamos que el hecho de poder escribir y concatenar letras y palabras nos hace todos unos expertos de la lengua y las relaciones, pero no es así. Póngase cómodo, querido lector, que pretendo robarme su atención por un buen rato. Es evidente que debía existir algo en el mundo para poder darnos a entender y hacer de la vida y nuestra coexistencia una labor más sencilla y práctica; sin embargo, con la invención de los distintos tipos de comunicación a través del tiempo y con el paso del tiempo mismo, aprendimos a hablar y a escribir, más no a comunicarnos.

Para lograr una comunicación efectiva, se requiere, primordialmente, de un emisor, un mensaje y un receptor, aunados a factores externos como el contexto, el canal, etcétera. Cuando existen todos estos factores y se adaptan o crean las circunstancias para que el mensaje sea entendido, podemos decir que se logró el cometido. No obstante, falta un elemento clave que no se menciona en ningún esquema de comunicación: el tacto. Pensamos que por decir al aire o anotar en papel todo lo que pasa por nuestra mente estamos siendo partícipes de dicho proceso, pero nos encontramos muy lejos de ello. Hablamos sin conectar la boca con el cerebro y las ideas, sin pensar. De nosotros, así como las frases y los versos más bellos que existen, han salido las palabras más hirientes e inolvidables que, precisamente por estar inmersos en la nube del ego y tener apagada nuestra capacidad de tacto, han provocado situaciones terribles, desde una lágrima ajena hasta malentendidos mundiales.

Nos sentimos con el permiso y la autoridad de decirle a todos lo que nos venga en gana: “Me dijeron esto de ti”, “Te va a pasar aquello”, “¿Por qué eres así siempre?”, “Si no cambias, nadie te va a querer”. ¿Dónde está la delicadeza, señores? ¿Dónde está el cuidado y atesoramiento hacia los sentimientos? ¿Quién nos dijo que debíamos intervenir, si así lo queríamos, en la vida de otros? Así mismo, no sabemos respetar la privacidad y el silencio ajeno, pues de todo suponemos, de todo inventamos, de todo juzgamos y “creemos” que tenemos la razón sin siquiera acercarnos para corroborar los hechos; y creamos historias, escenarios y diálogos de personas que tal vez ni conocemos, pero todo sea por mantener el orgullo intacto. Sin embargo, se nos olvida un dicho que, aunque a veces pasa desapercibido, tiene en él todo lo cierto: “No hay preguntas tontas, sino tontos que no preguntan”. No nos vayamos tan lejos, pues en nuestra cotidianeidad es cuando menos tacto tenemos.

Tendemos a decir tanto lo mismo que ya contestamos por inercia, sin sentir lo que sale de nuestra boca, y sin que importe lo que el otro vaya a sentir o pensar. Nos disgustamos por algo y gritamos, gritamos tan fuerte que nos dejamos de escuchar a nosotros mismos, convirtiéndonos en alguien que definitivamente no somos; y alejamos a las personas sin saber que, al mismo tiempo, nos alejamos de nosotros mismos y de nuestro ser verdadero, pues me aferro a creer firmemente que nadie lastima a alguien sólo por el placer o el gusto de hacerlo. Querido lector, es sublime cuando alguien que amas se acerca a tu piel y te regala ese roce, ese tacto, esa cercanía; aprendamos a sentir lo mismo con las palabras, esas que manifiestan lo que llevamos en nuestro interior. Esas que son, sin duda, el reflejo de nuestra alma.

María Treviño

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.