SIN ENVIAR

“(…) En ese territorio en que habitamos eso no tuvo ni
tiene importancia, como no la tiene el que ahora yo no
lleve esta carta al correo”. –J. Cortázar.

Hace unos días envié una carta. Quizá sea la primera vez que lo hago en mi vida. La llené de todas las cosas que pasaban por aquí en la ciudad: el frío, la música, los buenos aires, las buenas vistas, las callecitas llenas de grietas, las nubes rosadas (a veces grises, a veces violetas) de las 18:40. En fi n, de las cosas que pueden verse también a través de las palabras. Las cosas que te interesan. En una media de dos semanas tendría que llegar sin ninguna especie de problema.

Pero hoy, jueves de septiembre y primavera, amanecí contemplando la otra posibilidad:
¿y si no llega? ¿Qué pasa con las cartas que no llegan, con mi carta? ¿Qué pasa conmigo? ¿Qué pasa contigo, tú que no esperas la llegada de nada en tu buzón? Y vi ahí, en alguna parte del espacio, un sobre amarillo que no sabe que va viajando. Que no sabe que está perdido. No podía permitirlo. Entonces, me convertí en carta y me doblé dentro de otro sobre, esta vez de color verde. Me feché y me destiné sin añadir un remitente; pensé que sería estúpido remitirme, pues el remitente que soy yo va físicamente dentro del sobre.

Sofía me dijo que estaba loca, que cómo podía ser tan extremista, que por qué no dejaba que las cosas sucedieran por sí solas; pero finalmente accedió a depositarme en el buzón que se encuentra fuera del Correo Argentino, el que está sobre la Avenida de Mayo. “¿Y si tú tampoco llegas?”, dijo en voz baja mientras me dejaba resbalar sobre las otras cartas. A veces pienso que no se lo formuló en modo de pregunta, pero cómo decirlo de otra forma.

Entonces viajé, buscando en cada saco y cada caja el sobre amarillo que no sabe que existe ni que estoy preocupada por él. Me percaté que otros sobres, en cambio, sí son conscientes de su travesía, y aguardan pacientemente con sonrisas o lágrimas su llegada. Uno de ellos, fechado de hace algunos meses y apenas en transcurso de envío, me aseguró que todas las cartas llegan a su destino tarde o temprano y que las cartas pérdidas son el mito de quienes temen enfrentarse a su contenido.

No habían pasado tantos días cuando la encontré, igual de inanimada y amarilla que cuando la escribí aquel martes. Pensé en las cosas que me faltó añadirle, lo que de verdad quería escribir (que me encuentro bien, que la tos se ha curado, que ya no me molesta el foco ahorrador) y que tal vez no es tan importante como las clases de tango que tengo todos los miércoles. Y luego pensé en la otra posibilidad. Pensé que quizás no iba a importarte nada, absolutamente nada de lo que superficialmente escribí en ese pedazo de hoja.

Pensé que llegaría perfectamente a la telaraña de tu buzón, donde se alojan quizá los otros 13 sobres que he mandado. Pensé en la verdad: el recibimiento inesperado, la sorpresa desalentadora, la ausencia de una respuesta. Y luego pensé que yo también era una carta, y que no sabía si era mejor llegar o quedarme perdida, y que al final una no era tan distinta de la otra.

Cuando abrí los ojos, Sofía estaba despierta. Me dijo que toda la noche me escuchó hablar y que le preocupaba que hubiera tenido otra pesadilla. Nos sentamos a desayunar y vi de reojo que el sobre amarillo estaba sobre la mesa de la entrada, aún sin enviar. Aún sin enviar.

María Treviño

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.