Somos hijos del maíz… y de los tragos fuertes, como el sotol. Usted y yo estamos hoy aquí, señor lector, porque nuestros antepasados, los hombres que nos precedieron, descubrieron el lenguaje escrito y, al relatar sus experiencias, entraban en eso llamado historia. Hacían historia. Y la historia todos la escribimos: vencedores y vencidos.
Gobierno oficial y filas revolucionarias. Dos caras de la misma moneda. ¿Matar un hombre? Eres un asesino. ¿Matar a miles de alemanes y sus aliados, como italianos y japoneses? Pues eres un héroe. Un héroe que liberó al mundo de la pasión exterminadora del llamado eje del mal: Alemania-Italia-Japón. La vida no es sencilla, nunca lo ha sido. Menos en este México convulso. El mismo de ayer, anteayer o el de hoy mismo. ¿Quiénes fueron más sanguinarios: los villistas o los carrancistas? Pues sí, depende de a qué escritor o cronista lea usted hoy. ¿La verdad? Es volátil y huidiza.
Por eso, las pocas páginas dejadas por Nellie Campobello –enigmática, extraña ella misma. Como personaje de novela de intrigas y suspenso sin fin– han crecido con el paso de los años. De su puñado de textos he escogido (desgraciadamente casi todo descontextualizado por el poco espacio disponible) citas, balazos, oraciones donde, a vuela pluma, en ese período harto sanguinario de la Revolución Mexicana en Chihuahua (1916 a 1920), la escritora da pinceladas milimétricas sobre la gastronomía y bebidas de aquellos turbios y feroces tiempos.
“Alto, color de canela, pelo castaño, ojos verdes, dos colmillos de oro –se los habían tirado en un combate cuando se estaba riendo–. Gritaba mucho cuando andaba a caballo; siempre se emborrachaba con sotol”. La autora se refiere a un villista, Elías Acosta, el cual se destacaba por “villista, por valiente y por bueno”. “El palomo (lo cual refiere la autora, era bravo y aporreaba a los demás pájaros, por lo cual se le bautizó como Pancho Villa), después de su fama de Pancho Villa, apareció muerto, le volaron la cabeza de un balazo. Mamá se puso muy enojada; nosotros lo asamos en el corral, en una lumbre de boñigas; el Coronel Bustillos nos ayudó a pelarlo”.
“Y pasaba todos los días flaco, mal vestido, era un soldado. Se hizo mi amigo porque un día nuestras sonrisas fueron iguales. Le enseñé mis muñecas, él sonreía, había hambre en su risa, yo pensé que si le regalaba unas gorditas de harina haría muy bien”.
“A mí me parecía maravilloso ver tanto soldado. Hombres a caballo con muchas cartucheras, rifles, ametralladoras; todos buscando la misma cosa: comida. Estaban enfermos de la carne sin sal; iban a perseguir a Villa a la sierra y querían ir comidos de frijoles o de algo que estuviera cocido”. Pues así, así son las revoluciones, los levantamientos armados, las guerras. La comida escasea o, de plano, no hay. Nunca hay comida del tamaño de tanta hambre y miseria dejadas por la guerra.