Reflejos

Dirija la imaginación hacia usted mismo.

 

El sofá tiene todavía la mancha de café que derramaste aquel día 25. Parece haber sido tan cercano: tú y yo sentados, riendo de cómo, mientras otros rondan las calles complicándose la existencia, nosotros aprendimos a tomarnos la vida en pasos ligeros; cargar única y exclusivamente con el equipaje necesario. De pronto, me miraste, como si fuera la primera vez. En tu par de ojos se reflejaba la definición del amor, esa que tantos sufren y luchan por descubrir o encontrar debajo de la cruz del martirio. Nunca me han vuelto a mirar como lo hacías tú. Te acercaste sin prisa, aún más de lo que ya estabas, y justo antes de que nuestros labios rozaran, derramaste el café.

Cada rincón de este lugar conserva una historia similar. Es inevitable pasear por los escondrijos de esta casa sin recordar(te). Quién diría que cinco años atrás todo era tan diferente, tan nuevo, tan infinito. Y las ventanas, todas y cada una de ellas grabadas con tu imagen; tantas veces se reflejaron en ti que, de a poco, te impregnaste en ellas, conservándote en cristal con tu camisa roja y un ramo de flores amarillas. Con tu sonrisa esperando encontrarse con la mía.

La puerta principal tiene aún la marca de nuestra silueta; la dulce amarga esencia de las llegadas y las despedidas; nuestro tacto, intacto. Qué alivio era saber que detrás de la puerta siempre estabas tú; que sólo seis centímetros de grosor separaban el corazón que aprendimos a compartir entre los dos.

Solíamos tener rosas en el jardín, ¿lo recuerdas? Esas mismas que la gente enaltecía por su belleza. Me decías que su hermosura no era otra cosa que mi reflejo; sin embargo, aquí y ahora, sobreviven sólo los estragos de sus raíces y algunos pétalos marchitos. Quizás las rosas y yo, al final de cuentas, sí compartimos el mismo estado de ánimo; quizás lo que les falta eres tú; quizás la especulación no tiene nada que ver con esto.

Todavía sigue acomodado el libro que nunca terminamos, separado en el capítulo 82. Nunca fuiste tan lector, pero intentaste encontrar la magia en Cortázar, el único hombre que podía hacerte competencia, fallecido hace tiempo para tu fortuna. “¿Por qué escribo esto? No tengo las ideas claras, ni siquiera tengo ideas”; así empieza el breve fragmento del capítulo señalado, el último que compartimos. Yo tampoco sé por qué escribo esto; tal vez, como te lo dije siempre con las palabras de Julio, “siempre fuiste mi espejo, es decir que para verme tenía que mirarte”. Probablemente te escribo ya no por gusto ni por amor, sino porque así, reflejándome en ti, puedo encontrarle centro a todo este desajuste interno y organizar un poco la secuencia de lo sucedido; la salida de este laberinto de memoria que dejaste sin permiso.

A veces pienso que debería dejar de escribirte y salir a buscarte, que probablemente a ese punto final se le añadieron dos puntos suspensivos, que voy a abrir la puerta y vas a estar tú. Sin embargo, sólo estás entre este montón de líneas; y, si prestas un poco de atención, verás que el contorno de tu alma está reflejado en ellas.

El reloj marcó las 05:40 de la mañana. Abro la ventana para dejar volar tu recuerdo con el vientecillo de la madrugada. Espero se instale en algún otro sitio y no vuelva; espero entienda que lo hecho ya no tiene remedio, no por la ausencia de un perdón, sino por el inevitable paso del tiempo. En fin, hoy llega el sofá nuevo; descubrí que ya no me era útil conservar uno estropeado.

María Treviño

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.