Pero dos no es igual que uno más uno

Pero dos no es igual que uno más uno

“Y sin embargo…”

Cuando se habla de parejas, comúnmente se habla de “dos”; es lo más lógico: el mismo término “pareja” hace alusión a ello, igual que las frases “es cosa de dos”, “se resuelve entre los dos”, “somos los dos”, entre otros ejemplos. La afinidad planteada puede llegar a ser tanta, que de a poco borra la delgada línea entre una persona y otra, dejando de ser físicamente el “uno más uno” y convirtiéndose espiritualmente en ese “dos” o incluso ese “uno sólo” que se anhela tanto. Hasta aquí, todo es belleza y maravilla; sin embargo, si se pierde de vista en el proceso que cada quien comienza siendo “uno” –y que ese “uno” ya existía, ya amaba y ya vivía–, entonces surge la innecesaria, normalizada y errónea idea de confundir el “ser con el otro” a “ser por el otro”, rompiendo con el ideal desde antes de haberlo alcanzado. Quizá, hasta cierto punto, tiene que primar lo individual para buscar cualquier otro estado o cualquier otra cosa; ya saben, para no complicarnos la existencia. Póngase cómodo, querido lector, que pretendo robarme su atención por un buen rato.

Personalmente, no comparto la idea de que exista esa “media naranja” o que solamente vengamos al mundo para “encontrar a alguien más”. Usted y yo sabemos que en la vida hay muchas, muchas más formas de alcanzar lo que llamamos “felicidad” –que, ya que se menciona, debería ser entendida no como un destino a llegar, sino como un camino a disfrutar. Se nos regala un cuerpo y una circunstancia para tratar de explotar lo más posible su potencial; y, aunque sé que cada uno lleva una vida distinta, con sus altas y sus bajas, un pequeño hueco de luz está siempre brillando cerca. Me rehúso a pensar que hay quien está “destinado” a sufrir en la vida, pues incluso en los rincones más necesitados donde las personas han sido víctimas reales del sufrimiento, se sabe apreciar el detalle de estar vivo y de valorar lo que se tiene, ya sea poco, sea mucho o sea únicamente la vida como tal, que me parece que rinde y sobra. A lo que me refiero, en otras palabras, es que la meta a cumplir o la felicidad en sí misma no se encuentra en otra persona; los seres con los que nos cruzamos son parte de lo que ya nos regala el vivir aquí-ahora, benditas “coincidencias”, y contribuyen tanto a nuestro crecimiento como a nuestra capacidad inmensa de amarnos y de amar.

La escritora Kyoko Mori, en un breve pasaje de su libro “Polite Lies”, narra cómo funcionaba su relación de pareja, la cual ilustra perfectamente el mensaje que pretendo desarrollar. Ella, metafóricamente, compara la vida amorosa de “dos” con un viaje en coche: en algunos casos, alguno de los dos escoge la ruta y el destino, incluso se duerme todo el trayecto, dejándole toda la carga al que va conduciendo; en otros casos, ambos escogen el coche y el destino, discutiendo y acordando a lo largo del recorrido cualquier percance o imprevisto. Pero, si se diera el caso que durante el trayecto alguna o ambas partes cayeran en la cuenta de haberse equivocado, de haber confundido su camino con el camino del otro, inevitablemente alguien tendría que abandonar el recorrido, dejándole el coche sólo a uno. Por eso, ella anda en su coche y su marido en el suyo, rodando sobre el mismo rumbo, respetando sus espacios y sus tiempos, disfrutando cada parada y cada kilómetro; y, si sucediera lo ya mencionado, si dejaran de coincidir, cada uno lleva el volante de su destino; no dependen del otro, sino que se comparten con el otro. Como lo diría Julio: “Y que el placer que juntos inventemos sea otro signo de la libertad”.

Cuestión de matemáticas, querido lector: el “dos” no existe por sí sólo. Para que exista un “dos”, debe haber inevitable y afortunadamente dos números “uno”. El “dos” nace del “uno más uno”.

LA AUTORA

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.

María Treviño

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.