Es invisible pero te impide dormir, crea una pseudo realidad que puede llegar a ser un infierno, secuestra la mente, provoca diferencias, incluso batallas, entre personas, tribus, países y religiones.
¿A qué me refiero? A esa gran trampa que es la narrativa mental. Te comparto un cuento Zen que ejemplifica lo sencilla que la vida se vuelve cuando evitamos caer en la treta.
Un día, los papás de una joven adolescente fueron a reclamarle airadamente al maestro Zen haber procreado un bebé con su hija. Después de escuchar toda clase de insultos, el maestro respondió con calma: “¿No me digan?”. Los padres, airados, agregaron: “Así que ahora es su responsabilidad cuidarlo”. Y dejaron al bebé en la puerta. El maestro tomó al bebé y lo cuidó como propio.
Un año después, la joven confesó que el padre no era el maestro Zen, sino un joven vecino. “Nos equivocamos, le pedimos una disculpa, venimos por el bebé”, le dijeron al verlo. “¿No me digan?”, fue todo lo que el maestro contestó y entregó al bebé sin más.
La historia que narra Eckhart Tolle es un ejemplo extremo de vivir en apertura y aceptación total de lo que es, y tomar sólo los hechos sin permitir que historias o justificaciones nos coloquen del lado bueno o malo o aprisionen la mente.
Nuestra propia trampa
Sin embargo, las historias no sólo provienen de factores o personas externas, sino que son fabricación propia. Nos aferramos a ideas o creencias que defendemos como si se trataran de lo más valioso que poseemos. Me refiero a las historias personales que, de tanto repetirlas en la mente, las envolvemos en un halo de verdad. “¿Cómo es que me pudo hacer esto? Él esta mal, yo lo consideraba una persona decente. Si al menos me hubiera explicado…”. Este estilo de narrativas comienza a contaminarnos, difundirse y convencer a nuestros allegados en reuniones, asambleas o sobremesas.
Hoy, gracias a las redes sociales, las narrativas se expanden con mayor rapidez y se vuelven colectivas, incluso se infiltran en la cultura familiar, empresarial o de los países. Una pequeña disertación sobre un acontecimiento, una creencia, un límite geográfico, una fecha determinada, hace que dentro de una misma agrupación haya no sólo divisiones, sino guerras. Como afirman varios filósofos, entre ellos Nietzsche: “Es más probable que un creyente mate a que un no creyente lo haga”. ¿La diferencia? La narrativa.
El ego nos causa inseguridad o temor al aferrarse a las narrativas, es un mecanismo por el cual se afianza y nos convence de que ellas conforman nuestra identidad. Entre más fuertes sean, mayor es la identificación y más temor nos provocan. Sin esas historias mentales no tendríamos pasado para defender el presente, ni forma de anticipar el futuro, ni podríamos tener la razón y el otro no podría estar equivocado.
Sí, hay narrativas que son motivo de orgullo, nutren el espíritu o unen a una nación entera, como pueden ser las historias de los grandes héroes o sucesos fundacionales de la patria. Sin embargo, otras -la mayoría- permanecen sumergidas en la oscuridad por años como la parte baja del iceberg que callamos y rumiamos; de ahí su peligro. No sólo pueden causarnos ansiedad y quitarnos el sueño, sino separar, contrapuntear y provocar encono en familias, países, organizaciones, sectores de la población, partidos políticos o religiones.
No caigamos en la trampa de las narrativas. Mejor imitemos al maestro Zen y respondamos con un “¿no me digas?” a lo que la mente, las redes sociales o los demás nos digan.