LOS LABERINTOS DE LA VIDA

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Saludos mi estimado lector, como ya le he platicado en otra ocasión, soy tapatía de nacimiento, cancunense de corazón y norteña por adopción, cada región forma parte especial de mi historia.

En esta ocasión quiero platicarle un poco de lo que fue vivir en la hermosa Guadalajara por 23 años, mis años de infancia y formación transcurrieron en esta región occidental que tanto añoro. Mi casa, la misma casa que me vio crecer, dar mis primeros pasos y que con lágrimas en los ojos me despedí cuando los vientos de juventud con ráfagas de ilusión inundaban mi espíritu ansioso de caribe.

Mi casa, se la voy a describir para entrar en contexto. Fue siempre el mejor refugio, y no tanto por las comodidades o belleza de la misma, reconozco ser privilegiada, era un conjuro entre magia y paz el que se vivía dentro de esas paredes, cuando uno cruzaba la puerta principal, el olor a libros viejos y un ambiente fresco casi frío eran las primeras sensaciones que se manifestaban, al dar el primer paso, una escalinata con dos descansos te guiaban a tomar la decisión de entrar por la derecha a la hermosa biblioteca, santuario de adoración donde mis amados Don Rodolfo y Doña Zulema (mis padres) fueron acumulando recargados unos con otros en estantes de piso a techo, las joyas heredables de la familia.

Si decidíamos dar vuelta a la izquierda, el piano destartalado por las manos curiosas de mi hermano hacía de repisa para presumir algunas fotografías de los recuerdos más preciados de Doña Zulema, entre los cuales estaban “El Emperador” y “La Emperatriz” (hermana y cuñado) en la sesión fotográfica previos a su boda, mis desconocidos abuelos maternos en etapa de noviazgo, abrazados disfrutando de lo que se podía apreciar era un día de campo, los colores sepia no revelaban muchos detalles, solo la pareja feliz y por último, en vestido color melón y fleco a la “Flans” muy sonriente, abrazada al tronco de un árbol, mi hermana a la única que le celebraron los “quince”, somos tres mujeres y un hombre, yo el “pilón” como me decían, o me cantaban “Llegaste tarde” (esa es otra historia).

Seguimos con el recorrido. La luz brillante que entraba por los arcos del vestíbulo donde yacía el piano y las decorativas fotografías familiares era una invitación a pasar a la siguiente estancia, desde donde se podía apreciar el comedor, la cocina y bajando las escaleras, la sala un poco más allá, el paisaje de los robles que pululaban en el jardín y la barranca, era la vista que se disfrutaba desde casi todas las habitaciones de la casa, un envolvente silencio y el olor tan característico a humedad, que trasmitía la vegetación acumulada por falta de jardinero o en su defecto de voluntarios para hacer los trabajos de jardinería, te daban la sensación de estar siempre lejos de la civilización.

La oficina de Doña Zulema estaba instalada a las horas de la buena luz en el patio interior, donde se le podía encontrar frente a su caballete, y rodeada por paletas embarradas con diferentes conjuntos de tonalidades al óleo, mismas que por se ya eran una obra de arte, es una teoría el que los embarrones de pintura en las diferentes partes de su cuerpo representaran su anhelo de mimetizarse con el fresco lienzo.

La historia va para largo, mi estimado lector, y aún me falta más de la mitad de la casa. Le seguiré contando en las próximas columnas aprovechando esto de la cuarentena. Se despide su siempre agradecida tapatía anorteñada.

María Arquieta

Tapatía viviendo la experiencia norteña, diseñadora de modas de profesión, amante de las expresiones humanas artísticas, coach ontológico, formándome para ver amor, donde los demás no lo creen posible.