LA REALIDAD NO ES LO QUE SE PIENSA

Charles Baudelaire poemas

Epicentro: lugar real o figurado desde el que parte una cosa o en el que se origina algo que tiende a propagarse.

“La calle ensordecedora alrededor mío aullaba. Alta, delgada, enlutada, dolor majestuoso, una mujer pasó, con mano fastuosa levantando, balanceando el ruedo y el festón; ágil y noble, con su pierna de estatua. Yo, yo bebí, crispado como un extravagante, en su pupila, cielo lívido donde germina el huracán, la dulzura que fascina y el placer que mata. Un rayo… ¡luego la noche! Fugitiva beldad cuya mirada me ha hecho súbitamente renacer ¿no te veré más que en la eternidad? Desde ya ¡lejos de aquí! ¡Demasiado tarde! ¡Jamás, quizá! Porque ignoro dónde tú huyes, tú no sabes dónde voy ¡oh, tú! a la que yo hubiera amado. ¡Oh, tú que lo sabías!”.
Charles Baudelaire escribió estos versos a una transeúnte. Pudo haber sido a cualquier otra mujer o a cualquier otra hora y en cualquier otro sitio, pero fue a ella. Ella, a quien no volvió a ver jamás, de quien sólo bastaron cinco segundos de existencia para montar una vida totalmente distinta. Ir tras ella hubiera repercutido en todo el curso de acción de la humanidad, justo como lo hace el aleteo de una mariposa. Si él la hubiese seguido, ni usted ni yo estaríamos haciendo lo que estamos haciendo ahora, pues el poema no existiría, y por lo tanto este escrito tampoco, y por lo tanto nada de lo que está sucediendo en este momento. Pero claro ¿para qué ir detrás de la chica cuando se puede escribir al respecto y recrearse en ello? Así nada puede salir mal. La escena se limita a ser siempre la misma, con la misma forma de caminar, con la misma perfección, con la misma coincidencia. Y después, al llegar a casa, uno se encarga de hacer rollito ese pequeño evento de irrealidad para acomodarlo en el estante con todos los demás. Listo, un té calientito y se acabó el día, eso es lo que uno piensa. Sin embargo, al llegar a la cama, disfrazado del cobijo de la noche, el Hubiera abriga al dulce e inocente personaje de nuestra historia y le cuenta cómo aquella chica era quizá realmente la mujer de su vida. Ella, de quien sólo escribió un soneto y nada más. Ella, que ahora mismo no duerme en el sitio vacío de su alcoba. Ella, que de pronto se ha vuelto la pieza que faltaba en su rompecabezas. Ella, a la que creía que podía olvidar.
Entonces, el personaje se levanta corriendo para buscar el paréntesis de papel donde ella siempre lo espera y siempre coincide con su mirada. No importa lo que pase el resto de los años ni las decisiones de las personas ni el día del juicio final. Ya nada importa, no mientras ella –entre la tinta y las letras de la servilleta— lo mira.
Y es que nadie lo ha mirado igual ¿por qué es tan difícil que la gente lo entienda? Por eso tuvo que escribirlo en vez de ir tras ella, porque una mirada no se puede tocar y deja de existir justo en el instante en el que pasa. Había que acercarse de alguna manera, arriesgar todo lo posible por tocarla, más nunca en la realidad. “La realidad no es lo que uno piensa”, piensa nuestro héroe sin capa.
Cada tarde, sale de la mano de su servilleta a pasear, su servilleta –ya desgastada– que sólo lo mira a él y a nadie más. Pasa por una cafetería, se coge un cortado y se sienta a disfrutar lo que resta del día. Alza la mirada y, entre la multitud, después de tantos años, lo reconoce: el caminar, la perfección, la coincidencia… Pero no lo mira. Ya no lo mira. Y el aleteo de una mariposa cualquiera, en alguna otra parte del mundo, desata un huracán.

María Treviño

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.