GETSEMANÍ

GETSEMANÍ

Después de la Última Cena, salimos al Huerto con Cristo. Vamos caminando con Él y notamos cómo la tranquilidad se le va borrando del rostro. “Triste está mi alma hasta la muerte”, nos dice. Miro hacia atrás y veo a apóstoles bromeando. ¿No se dan cuenta de lo que está pasando?

Como respondiéndome, Jesús nos llama y nos invita a que sólo unos pocos lo acompañemos. Cuando llegamos a donde Él quiere, nos dice: “Oren y vigilen para que no caigan en tentación”. Y se retira a hablar con su Padre. Y ahí noto cómo tiene miedo. Sí, Dios tiene miedo. Y eso me da esperanza, pues me doy cuenta que tener miedo no es malo en sím sino que lo importante es que, a pesar del miedo, yo siga viviendo coherentemente mi vida.

Pero Cristo vuelve hacia nosotros y nos encuentra dormidos. Y Cristo se entristece. Y le dice a Pedro: “Simón, ¿duermes?”. Es una queja cariñosa; pero queja. Y ahora soy yo el que no puedo más. Me voy con Cristo a su lado. Y le pido que me dé fuerzas para no abandonarle, para no dormirme. Él me sonríe. Y me atrevo a darle un abrazo. Y siento temblar al Hijo de Dios bajo mi abrazo. Un temblor de miedo, pero también un temblor de gratitud. Cuando le vuelvo a ver el rostro, encuentro sangre. ¡Estaba sudando sangre! Tanta era la presión, que los vasos sanguíneos han explotado. Y ahí, de rodillas junto a Él, imploro al Padre para que, si es posible aleje de Él este cáliz. Pero Jesús me corrige: “Pero no se haga mi voluntad, sino la Tuya, Padre”.

Y llega Judas, uno de los que más ama Cristo. Su corazón está ya alejado de su Maestro y vacío, precisamente porque está lleno de si mismo y de su avaricia. Al acercarse, me mira con desprecio y, cuando ve a Cristo, le cambia el rostro en una mueca hipócrita de sorpresa. Y entrega a Cristo con el gesto de amistad más grande que hay: con un beso. A mí me da asco todo eso, pero Cristo sonríe y le dice: “Amigo, ¿con un beso entregas al hijo del hombre?”. Le ha llamado amigo. Y me viene a la mente las veces que yo también lo he traicionado con mis pecados y cómo Él me dice también amigo…

Y entonces empieza el caos. Pedro se despierta y lanza un grito. Los demás apóstoles abren los ojos y se topan con la realidad ya consumada. Cristo ha sido entregado. Pero Judas no es el único que lo traiciona. Poco a poco, todos le abandonan. Todos se van. Pedro hace un intento de sublevación y le corta la oreja a Malco. Jesús vuelve a tener un gesto de amor y lo cura. A todos da amor. Nadie se queda fuera. Por fin, la traición se consuma y los soldados apresan a Jesús.

Se han ido todos. Al griterío de antes lo sustituye un silencio que desgarra el alma y me grita al corazón. Cristo se ha ido; lo van a matar. Repaso mi mirada sobre todo el Huerto de los Olivos y descubro la piedra en donde Cristo estuvo postrado en oración; veo ahí su sangre derramada por el miedo y la desesperación. Me pongo de rodillas y beso esa piedra. Y lloro. Lloro porque sé que el causante de todo esto soy yo.

Y ahora, ¿qué hago? La respuesta te la dejo a ti, lector. ¿Qué hacer ante algo así, ante tanto amor? ¿Cómo amaremos a Dios en nuestras vidas ordinarias, en los días de clase, de trabajo, de vacación, de juego, de estudio, de alegría o de tristeza? En poco tiempo comenzaremos la Semana Santa. Te invito a acompañarlo con el corazón en la mano y muy atento a descubrir ese Amor tan grande. ¡Qué razón lleva la canción: nadie te ama como Dios!

EL AUTOR

Sacerdote Legionario de Cristo dedicado a la formación y orientación de la juventud saltillense, maestro en el Instituto Alpes Cumbres en Saltillo.

Juan Antonio Ruiz

Sacerdote Legionario de Cristo dedicado a la formación y orientación de la juventud saltillense, maestro en el Instituto Alpes-Cumbres en Saltillo.