Epístola

“La conexión está hecha”

 

Su voz de arena se entrecortaba al ver llegar la inminente despedida. Ellos siempre tan livianos, tan versos, tan dosificados encuentros dulce-amargos, tan poco formales cuando se trataba del frío.

Contrario a lo normal y lo cotidiano –como acostumbraban serlo-, entre ellos reinaban las despedidas: las constantes, odiosas, afectuosas, tal vez necesarias despedidas; pero cada detalle, cada momento, cada texto encriptado convertía en cercanía el alejamiento, en oxígeno la falta del aire que solían compartir entre los dos.

Se despidieron sabiendo que volverían a despedirse de nuevo, o por lo menos pensando que volverían a hacerlo. Más temprano que tarde descubrieron que la vida no era más que eso: una mirada fugaz entre la gente, una breve lectura, una flor color blanco dentro de un sobre improvisado, un cúmulo de “hasta luegos” almacenados con la excusa de utilizarlos pronto.

Desde el lado derecho de cualquier sitio, ella lee sus cartas, las de él, queriendo pensar qué estabas haciendo en el instante que las escribiste. ¿Qué estarás haciendo ahora? Si bien “existe un aquí si nos tocamos y un ahora si nos escribimos”, entonces maldigo y bendigo estas líneas a que sean tu inagotable presente, uno que no existe en el tiempo ni el espacio; uno que sólo existe cuando nos reflejamos en nuestro par de cristales favoritos. Siempre te escribo, incluso cuando no lo hago. Y en los silencios, como este en el que estás envuelto, hay un susurro que sólo escuchas tú, ese que se esconde entre las comas y los puntos. Fortuna la mía de que seas como el viento y me acompañes a todos lados; de cerrar los ojos para verte y comenzar de nuevo.

Él, viendo pasar los coches por debajo, deja que las nubes le digan qué palabras eternizar. Y mientras lo hago, te chorreas entre la tinta y te encuentro, siempre te encuentro; tú y tu dulce impertinencia de existir a mi alrededor, de compartirlo todo, incluso la libertad. ¿Sonríes? Cuando imagino que lo haces, yo lo hago también. Sabes perfectamente que no me doy la angustia de extrañarte, me doy el lujo de amarte, aún con tu estúpidamente ocupada forma de vivir; sabes que lo único más grande que este planeta son mis ganas de tus ojos; sabes también, omnipresente Maga, que cambiaría todos y cada uno de mis textos por un segundo contigo, y lo escribiría de nuevo para volver a hacer el trueque; y sabes que te espero del otro lado de la luna, donde la luz que nadie ve nos ilumina.

La última vez, se despidieron sin saber cuándo volverían a despedirse.

Ahora, en el presente o cualquier tiempo verbal, hay un lugar cualquiera donde él la alcanza con sus rimas; también hay un lugar cualquiera donde ella le dedica los ocasos; y, por si fuera poco, existe también tu presencia escondida tras este hombro en esta silla de aeropuerto, echándole un vistazo a este texto.

Bien lo sabían, un tal Julio se los dijo: “Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”.

María Treviño

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.