Entre nubes y sonrisas

“Un olor a tabaco y Chanel (…) Una mezcla de miel y café…”

Como cada mañana, me desperté y corrí hacia el cuarto de mi abuela para saludarla; ella y papá eran las únicas personas que estaban también despiertas un sábado a las 8:00 de la mañana. Tenía que taparme nariz y boca antes de abrir la puerta, pues la nube de nicotina iluminada por los finos rayos de luz sería lo primero que saltaría a la vista. Mezclado con el olor a tabaco, se juntaban otros dos que lo complementaban a la perfección: café recién hecho y Chanel N°5. Una silueta de cabello corto y teñido de rubio se distinguía entre el humo gris-blanco, escuchando y cantando alguna canción de Rocío Durcal o Celia Cruz. Yo me quedaba parada en la puerta hasta que se diera cuenta de mi presencia. Cuando finalmente sentía que alguien la miraba, se giraba, me sonreía, apagaba el cigarro, disipaba el humo y me abría los brazos de lado a lado para abrazarlos.

Cuando mis papás se iban de viaje o tenían compromisos, mi abuela nos cuidaba a mi hermana y a mí. Hubo un fin de semana completo antes de Navidad en que mamá nos dijo: “Su papá y yo vamos a ir al Polo Norte para entregarle a Santa Claus las cartas que le escribieron”. Mi hermana y yo no entendíamos la situación. ¿Qué tenían ellos que ir a verle a Santa si nunca le habían escrito? ¿De dónde el interés repentino? Mamá nos abrazó y nos dijo: “No pasa nada, mis amores, su abuela se va a quedar con ustedes. En tres días estamos de vuelta”. Y así fue: ellos partieron y nosotras tres convertimos la casa en nuestro propio país de las Maravillas.

Ser sus compañeras de películas era lo que más disfrutábamos todas y justo así lo fue aquel fin de semana. La sede era su cuarto, las tres acostadas en el mismo orden: ella en la esquina del lado izquierdo, Peque en medio y yo en el extremo derecho. Para ella, escoger una película no era una situación cualquiera: era un ritual. Solía pararse frente a la pila inagotable de películas que tenía almacenadas, viendo y reviendo los títulos que conocía de memoria. Después de algunos minutos, tomaba con certeza el título que le parecía adecuado para el momento y se inclinaba a nuestra altura para enseñárnoslo, seguido de una explicación previa del argumento para que pudiéramos entenderlo un poco mejor. “Las películas que yo les enseño son manuales para la vida”, nos decía, “Además, ya son lo suficientemente grandesitas para comprender muchas cosas”.

A lo largo de los filmes, nos preguntaba intermitentemente si preferíamos que apagara su tabaco, una de esas preguntas meramente de protocolo; yo siempre le respondí que no era necesario. Me parecía que estaba incompleta cuando no tenía su cigarrillo entre sus dedos. No recuerdo exactamente cuándo entendí lo que significaba fumar, sólo sabía que eso era lo que ella hacía, que siempre lo había hecho y por ello era para mí antinatural que no lo estuviese haciendo. Me gustaba verla disfrutar de su vicio, su contraproducente “analgésico”.

Ha pasado el tiempo. Las películas se encuentran aún en su lugar predilecto. Su sitio en el lado izquierdo de la cama sigue intacto. A veces me gusta ocuparlo para fumar un poco; y cuando el humo ha inundado la habitación, me detengo un momento para mirar hacia la puerta, donde hace unos años una niña pequeña buscaba a su abuela entre nubes de nicotina.

La autora

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.

María Treviño

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.