“En defensa de los ebrios”

¿El mundo se va a acabar como lo conocemos usted y yo? Sí. Es decir, cuando yo muera (usted no, ¡Dios nos libre!), ese día muere todo, incluyendo todo el mundo tal cual.

 

Lo he dejado por escrito no pocas veces. Tal vez demasiadas, en honor a la verdad. La cosa es que no puedo mentir. No se me da. O como dice un axioma mexicano: “la cabra siempre tira para el monte.” A lo largo de este encuentro gastronómico dominical entre usted y yo estimado lector, reiteradamente he dejado en letra redonda mi afición y pasión por las bebidas, vinos y licores de todo tipo de estirpe y pelaje. No tengo botella aborrecida aún. A eso se le llama lisa y llanamente que soy un borracho. Controlado, pero al fin borracho. Usted olvídese de los eufemismos de rigor: alcohólico, bebedor de fin de semana, dipsómano, bebedor social y un largo etcétera. No es un orgullo, pero tampoco lo es una maldición cuando se controla.

¿El mundo se va a acabar como lo conocemos usted y yo? Sí. Es decir, cuando yo muera (usted no, ¡Dios nos libre!), ese día muere todo, incluyendo todo el mundo tal cual. Es el famoso principio físico de incertidumbre de Eishenberg: ¿existe el mundo cuando no lo miras? ¿Existe el mundo cuando duermes? ¿Existe el mundo cuando mueres? ¿Yo muero? El mundo sigue, para mí acabó todo. ¿Qué voy a necesitar en el otro mundo, en la otra vida, de existir? ¿Habrá rondas dobles de cerveza oscura, habrá “carpaccio de res” como el que prepara don Juan Ramón Cárdenas? ¿Habrá órdenes de tacos rojos con su hilo de frijoles refritos como relleno y calentados con carbón en charola humeante? En el otro mundo ¿habrá un buen tinto español, como el Faustino V? o habrá ese vino de otra galaxia, el italiano, mi favorito:

el Chianti. No lo sé, por eso en esta vida, prefiero seguir disfrutando lo que aquí hay. Ya muertos, veremos qué hay del otro lado…

Ahora bien, somos imanes. Llamamos aquello que interiormente anhelamos, buscamos, sentimos. En lo personal es lo que a mi me pasa. Hace días y mientras deambulaba en una librería en la avenida Álvaro Obregón en la bella Ciudad de México, di en uno de sus retacados estantes, con un libro abultado de tapa dura, soberbiamente encuadernado. Costaba una fortuna, pero me di el lujo de regalármelo por lo anterior esbozado: la lectura es uno de los placeres terrenos míos, a la par de la bebida, la comida y las mujeres de buen ver. El libro es “El diván de la poesía árabe oriental y andalusí” de Mahmud Sobh, para la fina editorial española Visor: un manjar, un lujo, una edición de colección. Oteando sus páginas, pues sí, uno se enfrenta con su poderosa poesía y filosofía escanciada a la sombra de palmeras, dátiles, caravanas de camellos y mujeres de ojos transparentes las cuales esconden su belleza tras un hijab sobre sus oscuros cabellos.

Pero, quiso el destino y el azar que inmediatamente me encontrara con un texto, un poema el cual es el título de la columna de hoy: “En defensa de los ebrios.” Sin más preámbulo, dice así el rapsoda Al-Andalus:

Sufro el desastre acontecido a los ebrios Y me apeno por la desgracia de ellos ¡Lo juro! No les asemejo sino con unos enamorados afectados

Por la pérdida de sus amores y así los comparo. ¡Amantes del vino! Si estáis hartos por su pérdida,

Entonces nunca habrá lugar en el pecho la paciencia…

¿Lo notó? Amor y ebriedad, ¡qué combinación! Débiles somos ante la musa ausente. Ella, se regodea en saber que nos retorcemos en nuestro eterno dolor y el derramamiento de lágrimas saldas. ¿Qué hacer? Mojar nuestras penas en vino y claro, de preferencia un Chianti Clásico, con una tabla de quesos y luego, una lasaña con salsa boloñesa. Sin duda, que la rotura amorosa sanará más rápido… o de plano, se olvida ese día.

Jesus R. Cedillo

Escritor y periodista saltillense. Ha publicado en los principales diarios y revistas de México. Ganador de siete premios de periodismo cultural de la UAdeC en diversos géneros periodísticos.