EL CASO DE LOS RELOJES EN LA PARED

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Estudio empírico realizado a la par de ser escrito

En mi departamento naranja el tiempo no funciona. Sí, como se lo cuento, que no le miento, ¿Qué le iba yo a mentir? Justo encima de mí, a una diagonal de 38 grados, cuelga un reloj antiguo atrapado entre cristal y madera, y exactamente en frente del mismo, a una distancia de dos metros y poco, se encuentra el otro reloj comercial de 24 cm de radio. A ninguno le ha dado la gana funcionar desde hace siglos (según cuenta la leyenda). Sinceramente nunca ha sido un problema, incluso puedo asegurar que ni siquiera me había percatado que el apúrate que no llegas no corría; es más: como aquí el tiempo no funciona, ni siquiera puedo decirle cuándo fue que me di cuenta. Sin embargo, quizá a eso se deba que las catorce variedades de plantas que tenemos en la sala no se marchitan y que la atmósfera es siempre como de nube y gravedad.  A Sofía no le gusta hablar de este tema ni de la casa en general (y la entiendo, yo también prefiero la sensación naranja-y-plantas donde vivimos sin buscarle tanta explicación. Sin embargo, tengo que dejarlo registrado en algún lado, no vaya a ser que en unos años se descubra “por primera vez” lo que nosotros descubrimos aquí sin intención). Lo más extraño, aunque usted no me lo crea -¿qué le iba yo a mentir?-, es que ambos marcan las 3 con 10. Sí, que no lo engaño, uno enfrentito del otro.

Aquí no está hablando ninguna experta (no sé si existan expertos en este tema, pero la humildad ante todo, que luego a uno lo tachan de subidito), pero tengo un par de teorías que, si somos honestos, no pueden ser más descabelladas que la situación en la que nos encontramos. Dejando de lado la hora que marcan ambos aparatos, la cual retomaré en el siguiente párrafo, me parece importante insistir que el encontrarse uno frente al otro no puede ser casual ni causal ni meramente estético. Hay una correspondencia perfectamente lineal entre ellos que no se interrumpe ni siquiera cuando alguien cruza el salón, pues están ubicados casi rozando el cielo raso (o techo, dicho de un modo menos común). Nosotros, los mortales, podemos mirarlos desde todos los ángulos, a decir verdad desde cualquier punto del departamento, pero ellos sólo se miran entre ellos, grandes y redondos, a ver quién parpadea primero. Este hecho (porque es un hecho, ¿qué le iba yo a mentir?), me orilla a pensar que ese constante intercambio visual entre ambos ha creado un vórtice temporal-espacial que, inevitablemente, ha afectado el piso entero (afortunadamente se me ha ocurrido contárselo antes de que pase cualquier escenario poco creíble y extra-ordinario. Además, Sofía no sabe que estoy escribiendo esto, y mejor que no se entere, que ya habíamos quedado que aquí t-o-d-o-e-n-o-r-d-e-n).

Ahora bien, la hora, la hora del a-hora: las 3:10. Según una investigación poco fructífera, más que nada basada en una contemplación exhaustiva de un lado a otro durante un constante de 3 con 10, he llegado a ninguna especie de conclusión particular. Pensé que podía tratarse de una fecha, el tres de octubre, pero nada sucedió ese día. Sin embargo, otras reflexiones me han llevado a UN MOMENTO, MOMENTO YA MISMO, QUE ACABO DE DESCUBRIR ALGO MIENTRAS ESCRIBO. Tomando en consideración que el calendario de la cocina (que lo veo desde aquí, desde aquí y ahora, situado de forma que se crea un triángulo entre los tres elementos) está ciclado en el mes de marzo, quizá estamos hablando del 10 de marzo. El 10 del 3, no importa ya si a las 3 con 10. Y yo aquí en medio, qué espectáculo, que no le miento, como naranja y nube, como si ya no me pudiera mover.

María Treviño

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.