DON JOAQUÍN ARIZPE EL CABALLERO DE LAS MIL SONRISAS

Don Joaquín Arizpe el caballero de las mil sonrisas

Impulsor de Saltillo, orgulloso coahuilense, Don Joaquín lleva la sencillez en el trato y su amor por la ciudad que lo vio crecer

Domingo 25 de noviembre de 2012

Por: César Gaytán

Fotos: Luis Castrejón

Don Joaquín Arizpe de la Maza aparece tras la puerta de su amplia oficina en el bulevar Venustiano Carranza, vuelta momentáneamente sala de espera. El cuarto que es inmenso pareciera llenarse con su sonrisa innegablemente sincera mientras extiende la mano, temblorosa por la edad, para saludar.

Los 92 años de su vida no le impiden ser todavía un caballero como los de antes: pantalón y saco negros a la medida, camisa blanca que hace juego con su poco cabello, corbata roja que termina antes de la cintura, zapato reluciente del talón a la punta; todo acompañado por sus palabras de bienvenida.

La bienvenida

Parece feliz de que se dé el encuentro, pues además de ese gesto que en su boca no se borra, él dice que siempre es un gusto platicar, aunque ésta sea la primera gran ocasión entre nosotros.

“Como amigos, ¿verdad?”, se adelanta a decir. “Ésta va a ser una plática de amigos”. No cabe duda que el hombre se sabe ganar la confianza de la gente, y remata su previo pacto de amistad con unas palmadas en la espalda, que de confesar tienen mucha más fuerza de lo que aparentan sus brazos delgados. Un sello que evidencía la fortaleza de su salud.

De no saber que se trata de uno de los principales impulsores del desarrollo social y económico de Saltillo, quizá su presencia pasaría desapercibida, pues lleva la sencillez en el trato, y por lo que platicará después, pareciera que estos años los intenta pasar desapercibido.

Don Joaquín tan amable invita a tomar asiento del otro lado de la habitación, allá donde está un escritorio, que por alguna razón da la impresión de ser un trono, de fortaleza infranqueable. Camina como arrastrando un poco los pies ligeramente y así lento, llega hasta una silla enorme donde se sienta y su figura de acaso un metro sesenta parece perderse.

Su persona toma fuerza de nuevo cuando apoya los brazos en el escritorio de madera y barniz oscuros. Sólo a él le queda a la medida. “¿De qué vamos a platicar?”, pregunta. “Pues de su vida, don Joaquín”, responde el reportero. “Ay, Dios, pero si son muchos años”, regresa con una carcajada.

No tarda en decir que nació el 14 de mayo de 1920 (quiere decir que su signo zodiacal es tauro) en un México de guerrillas donde el destino de la mayoría iniciaba temprano en los campos de batalla y terminaba también, en la mayoría de los casos, muy pronto.

Agrega que desde que recuerda fue parte de una familia muy unida en la que sus padres, Emilio Arizpe Santos y Elena de la Maza y Casa (los Arizpe de hace mucho tiempo, como él los llama), criaron a once hermanos.

Desde este mero principio su voz es clara y perfectamente entendible, aunque claro con ese pronunciar que provoca el no poder geticular al cien por ciento, y uno que otro seseo que se escapa. Aún así, escuchar hablar de esta manera a una persona con más de 9 décadas es ya algo memorable.

“Siendo once siempre tenía con quien platicar, pelear, hacer algo”, cuenta el saltillense hoy con sus cabellos blancos. “Así es más fácil aprender a convivir, a compartir”.

No sabe responder cómo fue que se conocieron sus padres, pue entre una sonrisa (a este hombre pareciera que no se le acaban, y todas tan genuinas como la anterior) que se oculta en tintes de duda, dice que “antes no se hablaba de eso”. Lo que sí sabe y dice con orgullo (sube un poco la voz) es que don Emilio era de Saltillo y doña Elena de San Luis Potosí.

Los sueños incumplidos

Sus palabras pausadas ya han comenzado a entretejer recuerdos, y como si de un rayo fugaz se tratara, se le escapa que una de las cosas que más tiene presentes de aquellos años de la infancia es cuando salían de viaje siendo “lo más bonito era regresar a la ciudad y ver un letrero que mencionaba: ‘Bienvenidos a Saltillo, 300 mil habitantes’”.

Le sigue un silencio, y entonces como si otro instante le golpeara la memoria en el pecho, narra que de entre todos los hemanos, el más cercano fuera Emilio (2 de junio de 1917 – 8 de marzo de 2010), que partiera de este mundo hace dos años ya.

“A él lo mandaron a una escuela y luego a mí. Yo creo que por eso nos llevábamos bien. Tenía una mejor relación con él, porque estuvimos juntos hasta 1935 en Brownsville en la academia Saint Joseph”, confiesa.

En un viaje aún más al pasado, dice que los primeros años de estudio, la primaria, los cursó en Saltillo, en la escuela de la Purísima, cuyo edificio lo ocupa hoy la Secretaría de Finanzas, en las calles General Cepeda y Emilio Castelar.

Luego de tres años fue llevado a la ciudad de México, al Patricio Sanz, y de ahí partió hacia Brownsville. En este lugar, Emilio se graduaría e iría a la universidad, mientras él todavía se preparaba en High School.

Sin lograr acertar en el año, don Joaquín dice que por aquellos años se metió a trabajar, después tomó un curso de contabilidad en la universidad de Harvard, lo cual siente que lo prepararó para vivir y le ha servido mucho. Su sueño en la vida, de hecho, se inclinaba por la contaduría, pero los planes no salieron como se soñaron.

“Me hubiera gustado ser contador público, pero no se pudo”, dice y esta vez junta las manos sobre el mismo escritorio, como si de alguna manera le doliera. “Mi papá tenía una enfermedad, una dificultad, después hubo problemas en la fábrica donde trabajaban, problemas económicos”.

Por lo anterior viajó desde Washington hacia Saltillo para que todo se encontrara en orden. Para ahí tenía 18 años, y desde entonces se tuvo que involucrar en el negocio familiar. La decisión fue que mientras su hermano Emilio terminaba la carrera de Ingeniería Textil, él se quedaría ayudando a la familia.

Era imposible saberlo, pero éste hecho determinaría que se alejara del sueño de ser contador público.

Las responsabilidades de papá

Si bien ahora la familia Arizpe es reconocida en la región por ser dueños en Saltillo de la compañía refresquera Coca-Cola, mucho antes de que eso fuera siquiera posible, el negocio principal era textil.

El local se encontraba, según escarba la memoria del segundo hijo de don Emilio, en Ferrocarril 25, ahora Emilio Carranza número 237.

“A mí no me gustaba en la textilera, Emilio (su hermano) era el ingeniero textil, él era el dicrector general de todo, y yo, me fui a la Coca-Cola”, pone sobre la mesa, y como si fuera un acto ensayado a la perfección, remata con una sonrisa.

La alegría se cuela en su voz y explica que desde 1917 comenzó con la herencia que dejaría a sus hijos. Inició con una fábrica de hielo, posteriormente en la Embotelladora “El Néctar”, Embotelladoras “El Carmen” y finalmente obtuvo la concesión de la Coca-Cola.

Su llegada a la Coca Cola

Cuando mencionó el nombre de la refresquera por primera vez, la mirada de don Joaquín, que está tras una alcaparra, bajó a la parte frontal del escritorio, casi por donde está la grabadora. Tiene aquí un porta plumas con dos de ellas, y a un lado cada una de las botellas de la Coca-Cola en miniatura. Es imposible no sentir algo de aprecio.

No cabe duda que ésta es su guarida, una de sus trincheras más íntimas (la primera es su casa y lo dice). A su costado izquierdo hay un librero donde tiene botellas de tamaño real de la compañía, así como fotografías donde recibe algunos reconocimientos.

“Yo le entré a todo, verdad, el principal negocio era ése, pero se cambió poco a poco con la Coca-Cola. Tuvo un desarrollo mucho más importante que lo textil, comenzó a desarrollarse mucho mejor”.

Con la misma gentileza que le ha puesto a sus palabras, dice que por aquella época la fábrica era sólo un cuarto donde laboraban apenas seis personas. Y es que dice estar consciente que uno no puede llegar a la cima sin dar antes pasos pequeños, sin iniciar desde abajo. Pero ¿cómo fue cuando llegó?

“¡Cómo no acordarme! El día que llegué fue el primero de mayo y teníamos balance, por eso me acuerdo, es mentira que nadie trabajaba ese día, nosotros siempre trabajábamos”. Lo interrumpe una tos terca pero sutil, bajita. Quizá ya se ha cansado, pero él lo niega.

Prendido por la anécdota, continúa y admite que aquel primer día de mayo de 1938 estaba completamente asustado. Era, dice, una cosa nueva, una cosa diferente a la de ser estudiante. Sentía que no tenía la facilidad de su padre para los negocios.

La única vez que le ofrecieron algo de dinero por sus servicios fue cuando estaba en el curso de Harvard, “pero era una cantidad muy pequeña”. A la fecha, estar frente a la compañía ha sido el único trabajo formal que ha tenido.

Detrás de él, justo a su espalda, está la botella conmemorativa de los 60 años de la Coca-Cola, en el librero de la izquierda, en la parte de arriba, un recipiente transparente que dice que es el jarabe original y a un lado, una botella de edición especial por los 125 años de la compañía que dice: “Sharing Happines”.

La tos vuelve y lo pausa (eso no puede ser buena señal). Respira hondo, cierra los ojos con fuerza, se ve por el gesto que hace. Cuando los abre, golpea el malestar con otra sonrisa (no sé si se me ha escapado alguna, la verdad parece que siempre está sonriendo).

El ejemplo de su padre

Retoma la plática y dice que entonces no se necesitaban juntas pomposas, simplemente charlas con los empleados, con su hermano Emilio, con su papá. Así es como se tomaron las primeras grandes decisiones.

“Lo que hacíamos siempre era bajo el consejo de papá, quien venía tres veces a la semana de Monterrey. Él era el dueño y el director y todo, nosotros nada más estábamos aprendiendo”, dice. A la derecha de donde está sentado, hay un cuadro donde aparece su viejo con esa mirada dura, la cara echada hacia abajo, el mentón amplio: un hombre de antes.

Don Joaquín lo recuerda con un semblante que la mayoría de los hijos podrían al remembrar a su padre. Echa la cabeza hacia atrás, infla el pecho, mira ligeramente hacia el techo como si quisiera romperlo y enclavar los ojos en el cielo para encontrarlo (seguramente don Emilio le devolverá el gesto).

Lo describe como un hombre muy prudente que siempre veía lo principal y lo más importante. Sabía tratar a los trabajadores y era en extremo responsable. Reconoce que de él aprendió el valor del trabajo, pero sobre todo que a él le importaba más la gente con quien trabajaba, que la acumulación de bienes materiales.

De todas las enseñanzas que le dejó, recuerda una particularmente: “Él decía: cuando tengas algún problema con los muchachos en la fábrica, levántate, dile que se levante y siéntate un ratito en su silla. Así vas a comprender más cuáles son sus problemas y va a ser más fácil arreglar las cosas”.

Aunque dice que no se acuerda, con toda seguridad se llevaron una regañada don Joaquín y su hermano. Admite que le hubiera gustado hacer otras cosas, viajar más, lograrse como contador, “pero cuando la responsabilidad llega se aplaca uno. Eso es lo que me pasó a mí, y siempre le tuve mucho cariño a todo”.

Su Saltillo querido

Mientras el señor Arizpe continúa sentado en su escritorio, hay unos diplomas que captan la atención sobre la pared, y entonces resurge lo obvio, que hablar de él no podría venir separado de los negocios, del impulso que ha impreso en la ciudad, su querido Saltillo.

Hace ya casi 40 años que presidió la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex) Coahuila Sureste, experiencia que califica como un honor. Fue en los años 1973 y 1974.

Otra vez con el esfuerzo de hacer volver la memoria, habla de un Saltillo mucho más chico, pero lleno de gente trabajadora, con la mirada puesta en el progreso, justo como hoy lo ve.

Su amigo Javier López del Bosque, con quien después viviría una de las más grandes aventuras de su vida, fue quien lo invitó a ser parte de la confederación. Lo invitaba constantemente, y tras varias negativas, terminó por ceder.

“Fue una amistad donde verdaderamente éramos muy unidos. Nos conocíamos tanto que veíamos los dos las cosas muy claro, sabíamos qué debíamos hacer”, pronuncia don Joaquín con una voz que le tiembla.

Lo más importante de aquella vieja ciudad era la organización y la unión, pues algunas de las empresas asociadas no querían cumplir con los reglamentos, lo cual se logró hacer, gracias a las charlas y empatía que se tuvo. Desde entonces, dice don Joaquín, se miraba un porvenir próspero que hoy se encuentra en proceso de consolidación.

“La gente que trabaja en las fábricas y cualquier compañía es quien puede sacarla adelante e impulsarla y de nada sirven las actitudes de un patrón que llega únicamente a decirles cómo deben hacer su trabajo”, narra el también empresario.

La respuesta, sostiene, es platicar todos los días, y tener en claro que se trata de que todos caminen al mismo paso, y no que unos se beneficien con sus amigos a costa de otros.

En el caso personal, hace 10 años que junto a las familias Barragán, Fernández y Rosman conformaron el Grupo Arca, lo cual don Joaquín piensa que es una experiencia de éxito porque han logrado avanzar sin problemas, siendo una experiencia sumamente satisfactoria, ya que de acuerdo con don Joaquín siempre se ha trabajado sin problemas.

Hasta hace pocos años, don Joaquín y don Emilio, eran consejeros de la empresa Coca-Cola, pero decidieron retirarse. “Pensamos que ya era tiempo, que necesitábamos dar el paso siguiente. La cosa es que consejeros son hasta cierta edad, luego tienes que darle. Si te emberrinchas no haces nada”. Lamentablemente, don Emilio murió el pasado 8 de marzo de 2010, con lo cual se rompió la dupla que formaban.

Eso no impidió que en 2011, el Ayuntamiento de Saltillo le otorgara la Presea Saltillo, en el marco del 434 aniversario de la fundación de la ciudad.

Comentó entonces: “Me siento orgulloso, pero es justo compartirlo con los demás, porque todos y cada uno de los saltillenses hemos puesto nuestro granito de arena para que la ciudad crezca”.

Mas qué queda después del trabajo incansable, después de los reconocimientos y los premios. Según el hombre lo que resta es entregar algo a cambio de lo mucho que ha obtenido y aprendido: la generosidad, el apoyo, las amistades, los consejos. “Debemos buscar pagar aunque sea poquito”.

Don Joaquín Arizpe el caballero de las mil sonrisas

África: la mejor noche de su vida

En la oficina de don Joaquín, que comienzo a sospechar es también una especie de templo, hay detalles particulares que llaman la atención. Además de los adornos y recuerdos que tiene de la Coca-Cola, tiene dos grandes bustos de animales, uno de un toro y otro de un elefante.

De hecho, al mirar con detenimiento, hay varios elefantes. Uno pequeño y plateado que detiene los libros en el librero, otro en una pintura en la parte más alejada del escritorio, y otras figuras más diminutas. ¿Una colección, un hobby, alguna manía? No.

El hombre junta de nuevo sus manos y sobre salen de ellas las venas, y dice que le apasiona la cacería, que fue algo que nació de pronto por la relación que mantenía con algunos amigos.

Las primeras veces que salía, dice con una voz débil, era a San Salvador de los Venados, y otros lugares cercanos. Esto se convertiría pronto en algo asiduo, e incluso llegó a brindarle la que considera como la mejor experiencia de vida: un viaje al África.

Tose, pero se quita rápido ese padecer molesto que le raspa la garganta. Más o menos tendría 21 o 22 años, lo que significa que el viaje ocurriría en 1941 o 1942. Un grupo de personas se organizaron para ir de cacería, y entre ellos iba Javier López del Bosque, quien fuera mentor y entrañable amigo en los negocios y la vida.

Tras haber llegado al continente que para muchos inspira aventura, cuenta que la primera noche ahí sería como ninguna otra.

“Llevábamos un guía y nos llevó con una tribu al campamento donde íbamos a pasar esa noche. Ahí las personas comenzaron a tocar los tambores, ahora sí que eran ritmos africanos de verdad. Y tocaron muy bonito. No sé cuánto tiempo haya sido, pero era algo mágico, como estar en otro mundo, qué sé yo”.

Don Joaquín recuerda que aquel día había estado “soleado, pero soleado”. El sol se sentía que pegaba más que en cualquier otro lado que hubiese estado antes. Ni una sola nube por el cielo absolutamente azul, y recuerda también que ver un cielo así no tiene comparación, pues no esconde su inmensidad entre edificios o barreras.

“Después el guía, que era el que traducía todo, nos dijo que con lo que había pasado ahí, habían invocado la lluvia. Yo me quedé pensando, y dije: ‘cómo va a ser, si está ahorita todo despejado’. Pues al día siguiente, se nubló aquello y comenzó a llover”, comparte el hombre con una expersión todavía de asombro, con los ojos más abiertos de lo normal, la boca abierta y una risotada.

Cómo pasó aquello, cómo sabía aquel hombre que el cielo se nublaría, si fuera coincidencia o un hecho incuestionable, no lo sabía, pero jamás lo olvidaría.

En ese viaje cazaron rinoceronte, elefante y búfalo. Hoy, dice, los premios están en la sala de un local. “He cazado más. Todos dan su batalla”, pronuncia. Después se queda callado por un momento, y se puede observar que hace un intento por pasar saliva, quizá para aliviar su garganta de tanto hablar.

Intentó llevar a sus hijos por este camino, pero al final no les gustó. Ya no ha cazado, y ahora su tiempo libre lo invierte en lo que quiera, en leer, escuchar música, en reuniones de trabajo (que ya son muchas menos), pero sobre todo en la familia, que son, afirma, su más grande tesoro.

Un hasta pronto

Don Joaquín se toca la garganta. Pide un poco de agua, y el resultado no es el esperado: las molestias siguen. Hace un intento por hablar, pero le gana la terca tos que se ha empeñado en cansarlo. Otro intento y la misma terca tos. Al parecer esto debe terminar.

Se levanta a ritmo lento. Se acomoda el traje, revisa que sus mangas estén en su lugar, y camina hacia la puerta. Extiende la mano, y al estrecharla no queda duda que fuerza es lo que menos le falta. Después dos palmadas fuertes en la espalda, como hicieren los hombre jóvenes al despedirse.

Fuerza la voz y logra decir: “Perdónenme, me duele mucho la garganta, pero ya ven que estuvimos muy cómodos platicando como amigos. Ahora ya somos amigos, pero ustedes se tienen que ir, y yo también. Fue un gusto conocerlos. Hasta pronto amigos”.

Antes de que cierre la puerta, regala una última sonrisa (con él ha quedado claro que este gesto sólo puede otorgarse sin esperar algo a cambio) y entonces entiendo que don Joaquín, con el respeto que merece, es un caballero que oculta mil sonrisas. Después la puerta se cierra.

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Promotor y gestor creativo. Creador. ciclista y lector.