CÉSAR ELIZONDO: PARA LO QUE SIRVE UN PADRE

Y… ¿ganaste la pelea?,¿cuándo fue eso?— preguntó mi padre al no poder esconder los nudillos desgarrados cuando hundí mi cuchara en el plato pozolero. Quise sumergir la cara dentro del puchero de res. A muy corta edad uno aprende que papá ni cuenta se da
de los fiascos del amor y mamá jamás sospecha que peleaste en el recreo, al tiempo que la madre ve desde lejos la herida en el corazón y el padre reconoce las cicatrices externas porque parecen herencia. Unos meses antes, sucedió algo que desembocó en esa charla. Lo bonito de ser opinador y no analista, es que tomas los hechos con el fin de conceptualizar, sin la necesidad del rigor en nombres y números, fechas y lugares para puntualizar o demostrar. Es posible que algunas cosas sean inexactas de lo que viene a continuación, pero la idea es esa, diría el Chapulín Colorado. Era la época en la que, si de las clases de sexualidad que eran nuestro genuino interés no habíamos aprendido nada, menos entendidos éramos para otras cosas relacionadas con biología, pero nos apasionaba el deporte. Velasco era quien organizaba toda la cuestión deportiva en mi escuela. Aunque de mi generación salieron hasta unos campeones nacionales, supongo
que la finalidad de Velasco era la formación humana más que la excelencia deportiva, porque cualquier entrenador actualizado dirá que si mezclas avanzados con principiantes, la tendencia será que los malos contagien a los buenos, nunca al revés. Pero Velasco nos ponía a competir a niños de primero de secundaria sin cabello en las axilas, con bigotones alumnos a punto de entrar al bachillerato. Y bueno, siempre se me dio eso de ser como un cachorro chihuahua ladrándole a los rottweilers. Total, que ahí estaba yo, chaparro de nacimiento, con desarrollo tardío y doce años de edad, ganando un rebote perdido en el basquetbol ante un equipo de los mayores. Escuché a mis espaldas, a lo lejos, el grito de alguien pidiéndome el balón. Adiviné que estaba al otro extremo de la cancha, así que hice un movimiento como si fuera un atleta olímpico de lanzamiento de disco, y al voltear hacia el frente con la pelota saliendo de mi brazo con toda la inercia del cuerpo, me encontré con Moy (al día de hoy no sé si ese era su nombre, apellido o apodo), el alumno más alto de toda la secundaria, con los brazos en alto, listo para bloquear mi pase. Él era tan alto, y yo tan bajito, que estrellé el balón a la altura de sus costillas. Hasta aquí lo sucedido en la duela (es un decir elegante, jugábamos sobre asfalto). Semanas más tarde, una de esas noticias que recuerdas toda la vida en que lugar y con quién estabas cuán-
do te enteraste, sacudió a toda la escuela: Moy había fallecido. Recuerdo a alguien decir que murió de cáncer pulmonar. De regreso a la mesa con mi padre:
—No voy a hablar de eso Papá.
—No importa hijo, solo quiero saber si te defendiste bien. No te he enseñado a agredir, pero sí a defenderte.

—Es que no peleé con nadie. Yo solo le di de puñetazos a la pared. — y un torrente de lágrimas apareció. A trompicones, llorando como cuando se carga una culpa, le expliqué lo que había pasado aquel día en la cancha de basquetbol, y cómo tiempo después Moy había muerto por lo que yo entendí que era una complicación en los pulmones. Mi padre entendió a lo que me refería, me miró con esa expresión que parece exclusiva de las madres, me abrazó y me dijo algo más o menos así: No, hijo, estás muy equivocado, el cáncer de pulmón no se origina por un golpe en las costillas, la tragedia de Moy no tiene nada que ver contigo, no sé por qué, ni desde cuando vienes culpándote por eso, pero ya es tiempo de que lo sueltes. No recuerdo haber jugado basquet o fútbol con mi papá, ni me enseñó a andar en bici o a calcular derivadas. Viví en aquella cultura, él cumplió con su papel al tiempo que mis amigos y primos, mis hermanos y vecinos, cubrieron esas necesidades. Tampoco lo recuerdo ahí durante adolescencia y juventud al surgir ciertas heridas, pero siempre supo estar, cuando vio las cicatrices.