CELSO PIÑA: EL ACORDEONISTA QUE SÍ TIENE QUIÉN LE ESCRIBA Y QUIÉN LO BAILE

La música se vistió de riguroso luto y no es para menos, el padre de la cumbia colombiana en México agarró su acordeón y se fue a amenizar un baile al barrio que hay detrás de las estrellas. Esta es la historia de cómo puso a bailar vallenato al Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez.

Por: HUMBERTO VÁZQUEZ GALINDO  

Ilustración: Salma

Había una vez un niño en el barrio bravo de La Campana, en Monterrey, NL al que todos mal miraban y juzgaban de loco por una sencilla razón: allá arriba del cerro, donde no había pavimento, ni lugar para caprichos, tuvo el atrevimiento de pedir de regalo un acordeón. Llevaba años con esa cantaleta y finalmente sus padres, quienes mantenían a nueve hijos, hicieron malabares y actos de magia para cumplirle el deseo. Con lo que no contaban, era que al tenerlo en sus manos, el chavalito jamás le haría brotar la música de su tierra, la que estaba cerca del corazón, la música norteña, pues.

Él no sabía escuchar razones y rebelde como era, prefirió irse por la libre y tocar música de un país que no sabía dónde ubicar en un mapa: Colombia.

“Tocas puro mugrero”, era la frase que lo perseguía a todos lados. Pero su viejo, que es un hombre sabio, le soltó un consejo que para otros serían palabras sueltas, pero para él fueron los engranes con los que echó a andar esa máquina que tenía enredada en los brazos, aferrada al corazón: su acordeona, así en femenino, porque se convirtió en su primer amor, en la morrita que lo traía loco: “cabrón, haz lo que te nazca, haz lo que quieras mijo, lo que te haga feliz”.

Y entonces ese niño, con la bendición de su padre, Don Isaac, quien era talabartero, empezó a forjar un romance que lo perseguiría de por vida. En ese entonces, solo aspiraba a una cosa: Quería que el sonidero Murillo Hermanos, el cual llevaba a todas las plazas de las colonias populosas de Monterrey el repertorio de los colombianos Alfredo Gutiérrez, Andrés Landero, Anibal Velázquez, Aniceto Molina y Los Corraleros del Majagual, un día tocara también su música.
Y es que gracias al repertorio que ponían los hermanos Murillo, Celso tuvo una revelación al oír por primera vez el sonido “pasmoso” del vallenato, con su bajo marcando el paso, la guacharaca rascando unas costillas imaginarias y el acordeón poniéndose guapo, cobrando protagonismo. Bailar, bailar como poseído, con los brazos tendidos al sol, sin nadita de pena, eso era lo que le provocaba esa música que asociaba con la felicidad, con fiesta, con la pura sabrosura. No por nada, de niño le apodaban ‘Resortes’.

“Me enamoré de ese sonido y dije: yo quiero tocar así”, comentó en una entrevista. Era tan ruidoso que su mamá lo mandó a donde iban a parar las cosas que no servían de la casa: al sótano.

Afuera, sus amigos se ganaban un lugar en el barrio a puñetazo limpio y él enclaustrado, atormentando al pobre aparato, arrancándole notas musicales, pero nunca se asomó, ni por error, un acorde norteño, ni pidió jamás la compañía de un bajo sexto. Ahí, en la tierra del chotis, la polka, la cuna de la música norteña y los corridos matones, el pequeño le dio vuelo a las teclas y un día invitó al viejón a escuchar eso que le nacía del alma: un sabroso cumbión. Aunque pongámoslo claro, no era música tropical, él no quería parecerse a Rigo Tovar. Y no le importaba que los demás le dijeran que eso no eran cumbias, que era música de otra tierra y peor, rolas de pandilleros, música cholombiana.
Celso Piña se llamaba aquel niño y con el paso de los años, a sus detractores, les tocó bailar con la más fea y tragarse sus palabras. Primero conquistó a la más escéptica de la familia: su mamá; luego a sus vecinos y a la colonia completa, después unió barrios enemistados y en época de malandros y balaceras, su música fue el pasaporte con el que entró caminando por donde nadie pasaba. Luego atiborró salones de baile y plazas en toda la Sultana del Norte con el grupo que formó junto a sus hermanos La Ronda Bogotá. Finalmente, Monterrey le quedó chico cuando sucedió lo impensable. Un día de cuarenta grados a la sombra, llegó a la ciudad un escritor al que en sus inicios, nadie daba un peso por él. Un niño que en su pueblo natal, Aracataca, no agarró el acordeón, ni se interesó por el folclor de su país, la música colombiana.
Rebelde como era, se inclinó por la escritura, un oficio que lo llevó a vivir de prestado, comer sobras de la basura, juntar botellas de plástico, cantar en un bar y hasta ser encarcelado. Pero él traía varios libros en el morral, historias que aderezó con leyendas familiares y luego las salpimentó con algo que, en parte, no eran más que las excentricidades y supersticiones de la abuela y las tías, pero que el mundo etiquetó como Realismo Mágico.
El libro que a gritos y sombrerazos escribió en México, se llamó Cien Años de Soledad. Su nombre era Gabriel García Márquez y fue el hombre que en 1983 estaba recogiendo el Nobel de Literatura en Suiza, rompiendo el protocolo de riguroso smoking con su guayabera y sombrero guajiro.
Ese hombre que puso a Colombia en el mapa de la literatura mundial, llegó un día a Monterrey y fue secuestrado por la crema y nata de la ciudad: empresarios, intelectuales, políticos, artistas, promotores culturales, los herederos del reino, los caciques, gente con poder, los dueños del rancho, pues. No hallaban dónde ponerlo y para congraciarse con el invitado le hicieron una recepción y pidieron que hubiera algo de música.
Uno de los organizadores tuvo una ocurrencia, pero las piernas le temblaban de que el músico al que invitó saliera con sus cosas, le brotara lo naco e incomodara al maestro. Para no errarle, le leyó la cartilla. La moneda estaba en el aire.

Acostumbrado a tocar en lugares de mala muerte, el músico bajó del cerro y se dirigió a un lugar emblemático en el corazón de la ciudad, el Museo de Arte Contemporáneo, creado por el arquitecto Ricardo Legorreta y donde improvisaron la recepción. De pronto entró el Nobel de Literatura y hasta su mesa llegaban todos a arrodillarse y besarle la mano. Todo era calma, hasta que algo cimbró las paredes con un saludo que se escuchó como un grito de guerra: “desde Monterrey, pura cumbia colombiana, para todo el mundo” y el acordeón, ese que dio sus primeros pasos en el arrabal, ahí estaba, aventando notas, tirando rostro y exigiendo que lo voltearan a ver. Las bocas abiertas y las miradas suspicaces no se hicieron esperar. Le siguieron las risas contenidas y los cuestionamientos en voz baja. Luego la incomodidad y el rascadero de cabezas. Y es que, qué ocurrencia, qué atrevimiento, qué va a decir el maestro. Y todas las miradas se posaron sobre ‘Gabo’, quien de pronto se para y voltea a ver a los ruidosos. Acto seguido se desabrocha el saco y toda la mesa ya estaba también de pie y luego las otras mesas y allá va, moviéndose entre susurros y todos atrás de él. Hasta que llega frente al grupo comandado por un desfachatado barbón al que apodan El Rebelde del Acordeón, se trataba de Celso Piña, el niño de La Campana al que un día le regalaron un instrumento al que le salían cucarachas, pero que ahora, como el acordeonista de Hamelín, aventaba sonidos hipnóticos.
De pronto el maestro se para en frente del grupo y les hace reverencia. Acto seguido, abre los brazos apuntando al piso, como cuando los niños juegan al avioncito y rompiendo el protocolo, se puso a bailar, bailar como poseído esa música que, decían, era puro mugrero, que no habla del suelo norteño, que no es cumbia, sino música de pandilleros, música de Colombia, música cholombiana, pues:

“De Nueva York a Monterrey/ miren como la goza/

Suena, suena y emociona/nuestra, nuestra acordeona/

suena nuestra acordeona”.

Y de pronto todos respiraron aliviados y fueron a dar a la pista. “Ya vio cuánto talento
tenemos en la ciudad”, le susurraban al maestro. Ahí estaba la crema y nata sacándole polvo imaginario al mármol. Esa gente que venía de la parte de atrás del cerro de La Campana, del municipio más rico de Latinoamérica, los de San Piter Garza García, estaban ahí, sacando barrio, bailando la cumbia, esa que le nació a Celso del corazón, y que todos asocian con balas, sangre y tragedias, y que el músico y quienes lo siguen, saben que se trata de otra cosa: se trata de libertad, amor, fiesta, familia, sueños qué perseguir, de las cosas bonitas que regala este mundo, de levantar los brazos al cielo y bailar porque vivir es la pura sabrosura.
“Luna llena mi alma de cumbia / Saca de mi la locura/ Llévame a la luz y a la paz” y todos en el Museo, aventando pasos como matando hormigas, con las corbatas en la cabeza y los aplausos y la felicidad que encierra ese coro que lo resume todo: “we, we, we, we, wea, la cumbia. We, we, we, we, wea, la cumbia”.
Celso no se la creía. De pronto ese niño al que todos mal miraban, al que le decían que con esa música no iba a llegar a ningún lado, se dio cuenta que se puede ser profeta en su tierra. A partir de ahí, todos querían tocar con él y así lo hizo. Su rebeldía lo había hecho romper fronteras y logró algo que no cualquiera: se metió hasta la cocina y amenizó bailes familiares de la Independencia a la del Valle y de ahí pal’ real. Sonaba en todos los rincones, de Tijuana a Mérida y como era natural, luego la roló por el mundo. pero ese día estaba tocando en un museo, rodeado de obras de arte que valen una colonia entera y lo mejor, puso a bailar a un premio Nobel.
“¿Celso Piña?”, le preguntó el maestro. “Aquí presente, compa”, contestó el músico. Y un abrazo lo dijo todo. Ambos nacieron en lugares marginados y ahora estaba ahí, frente a frente, unidos por una cosa: su pasión por el arte y su forma particular de hacer crónica, de nombrar y celebrar la vida. El músico visitó Colombia hasta el 2010, pero nunca olvidó lo que le dijo García Márquez:

“Gracias por poner en alto nuestro folclor.

Procura ser siempre un buen hombre”.

Esa tarde, frente al Nobel de Literatura, quizá Celso recordó la tarde en que su padre le dijo que tocara lo que se le pegara la gana, lo que le naciera, lo que lo hiciera feliz. El niño hizo caso y su legado no fue poca cosa: contagiar esa felicidad y llenar al mundo de música. Hoy, que el maestro Celso Piña ha muerto, todos lo recordamos como debe ser: con los mejores pasos de baile, dando vueltas en círculos, levantando polvo, dejando constancia que hizo bien en ser rebelde y en tener la imprudencia de pedir de regalo un acordeón. No por nada se reunieron 25 mil almas afuera de su casa para despedirlo.

Adiós Celso, adiós compa, adiós al loco que siempre tuvo la razón:

“Nadie se resiste a la cumbia”.

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