Adiós, amor mío

Gracias por enseñarme que lo maravilloso de morirte de amor es que no te mueres

Mi querido lector, de vez en cuando es bueno (espero) un poco de nostalgia para el alma; a veces es bueno hacer catarsis para liberar lo que acallamos en algún rincón del corazón, y qué mejor que hacerlo a través de un texto poético. En las siguientes líneas, le comparto eso mismo que no siempre es fácil verbalizar: las letras de un adiós, ese que, tal vez, todos hemos pasado; ese que, tal vez, era involuntario; ese que, seguramente, era necesario. “Hoy, por última vez, te escribo. Por última vez tomo mi tiempo, irrecuperable, pensando en ti. En nosotros. Sin rencores de por medio, cansada de sufrir, te dejo ir de mi vida; de cada parte mía que te adueñaste y que, de a poco, voy recuperando; de cada trozo de mi corazón roto en millones de recuerdos.

Cientos de promesas que, sin miedo a aceptarlo, quería hacer realidad a tu lado. Sólo a tu lado. Te dejo ir, tal vez sin intención, pues los hechos no pudieron más que las palabras. Te dio miedo ser amado. Te dio miedo tenerlo todo. Sin embargo, te agradezco. Fuiste tú quien, por un tiempo, definió el significado de “amor verdadero”. Te agradezco las noches, los besos, los sentimientos, las discusiones, la pasión, el amor… Ese amor que aún yace en alguna parte de tu ser. Ese amor que, espero, vuelva a ti algún día, tal vez no para vivirlo conmigo, pero con alguien. Alguien de quien no te puedas ir. Alguien a quien no puedas cambiar. Alguien que su presencia para ti sea aire y que su ausencia sea asfixia y vacío. Alguien a quien ames sin límites. Alguien que te ame como yo te amé, incluso más, mucho más. Alguien que te vea con estos ojos; estos ojos que eran de nadie y te adueñaste por completo.

Estos ojos que sólo brillaban contigo, que te conocieron entero y por partes. Y que te amaron, así, tan tú. Gracias por enseñarme que lo maravilloso de morirte de amor es que no te mueres. Que, aunque destrozada, la vida sigue. Que las prioridades las define uno. Que cuando uno quiere estar se nota; y, cuando no, se nota más. Te deseo vida, amor, éxito. Te deseo claridad y conciencia. Te deseo que encuentres a alguien con quien te compartas de nuevo. Con quien sientas de nuevo. Pero, te advierto, no me busques en alguien más, pues no me podrás encontrar. Querido amor de mi vida, me dirijo así a ti por última vez, pues no lo fuiste. No fuimos. Quizá en alguna otra vida; quizá, simplemente, nunca más. Y si decides regresar; si te corrompe mi ausencia, mi vacío, te recomiendo lo pienses dos veces, pues me voy.

Me voy de ti y de mí, sin esperanza de que me busques y con ansias de encontrarme, de que alguien me encuentre; de dejarme encontrar. Y si de verdad eras tú, si no me equivoqué del todo, ya nos encontraremos de nuevo. Ya seremos el indicado para el otro. Sin embargo, ten cuidado; no me voy del todo, no para ti, pues me convertiré en las flores del jardín, en las cartas de tu cajón, en tu pensamiento insistente. Constante. Tan sólo nos queda el recuerdo, amor mío; ese recuerdo que vive contigo y que te seguirá por siempre. Ese recuerdo que compartimos en común. Ese recuerdo que muere en esta carta, a la que le pongo punto final. Se despide quien te amó con locura. Se despide quien intentó, más no fue, “el amor de tu vida.”

María Treviño

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.