El mejor regalo fue algo que no desearía

Aquel anhelado juguete jamás pudo ser reparado, pero ya nunca tuvo importancia, yo tenía un mejor regalo.

Precursores a los dispositivos electrónicos como los videojuegos, tablets, teléfonos inteligentes y demás aparatos que hoy conocemos, los más extravagantes juguetes de mi niñez fueron aquellos que necesitaban enchufarse a un tomacorriente. Artefactos mecánicos animados por electricidad, carentes del reto intelectual o físico de los juegos de antaño pero todavía primitivos a las asombrosas características tecnológicas que ahora vemos en cada nuevo lanzamiento al mercado.

Toda aquella generación de cacharros ha quedado en el limbo del anecdotario infantil….Excepto uno que recuerdo muy bien, aunque no precisamente por los momentos felices que me quedó a deber. Como hijo de familia clase mediera, me era conocida la sensación de por un lado agradecer las oportunidades que la vida me ofrecía gracias a los esfuerzos de mis padres por procurarme los mejores lugares y ambientes, mientras por otro lado me lamentaba por la ausencia en mi vida de los inaccesibles lujos que veía en esos mismos sitios y entornos.

Navidades, cumpleaños, festivales de día del niño y grados escolares iban y venían mientras el catálogo de JCPenney se decoloraba y maltrataba en una página que una y otra vez observaba con la esperanza de alguna vez tener entre mis manos aquel portento de diversión: El “Electric Football”; era un juego bastante rebuscado y la verdad es que no parecía especialmente entretenido, pero los güeritos retratados en los anuncios se notaban radiantes mientras jugaban. Hasta que una navidad sucedió lo inimaginable. Después de años rogando por aquel regalo, primero a un Santa Claus algo desorientado que no siempre encontraba nuestra casa y luego a unos atribulados padres cuya prioridad era cubrir colegiaturas, facturas, hipotecas así como recibos de toda índole, finalmente apareció bajo el árbol navideño el objeto de mi afecto.

Rápidamente nos unimos los hermanos para armar el campo de juego. Luego alineamos a los jugadores para después, con un gran protocolo parecido al de gobernante encendiendo pino navideño en plaza pública, me volví hacía la pared, tomé el cable eléctrico e inserté la clavija para disfrutar de aquel tan deseado, negado, y por fin obtenido presente…. Aún no volteaba a ver cómo funcionaba aquello cuando todo se volvió oscuridad.

Las alegres y vivas luces navideñas se tornaron más negras que un funeral, el viejo toca-discos dejó de reproducir algo de las ardillitas de Lalo Guerrero y de alguna parte emergió un espeso humo acompañado por un intenso olor chamuscado. Segundos después se escucharon las precipitadas pisadas de mis padres descendiendo por la escalera. De inmediato vino el cuestionamiento impregnado de acusación que todo padre realiza a quemarropa: ¡¿Pues qué #&$*&$#* es lo que hiciste?¡ Aún a oscuras, padre e hijos nos dirigimos al centro de carga en donde descubrimos que solo se había quemado un fusible, al que en un momento repusimos. Y se hizo la luz.

Regresando a la sala ya con más calma y menos sueño, mis padres me pidieron que les enseñara como se jugaba aquello que por tanto tiempo había deseado. Accedí y me arrodille para volver a conectar aquello…. Una vez, otra vez, y otra vez en la pared contraria, en distinta habitación…. Y nada. Además de un fusible y la magia de la navidad, esa madrugada también se quemó para siempre mi adorado juguete, con la penosa diferencia que para eso no existía ningún repuesto. Embargado en una mezcla de temor, vergüenza y desánimo, no quería hacer contacto visual con mis padres pues sabía el sacrificio que ese tipo de gastos representaban para una familia que vivía al día, y echarlo a perder antes de usarse era imperdonable, era cruel, era estúpido.

Con más obligación moral que valentía, con más enojo que orgullo, con más pena que dolor y con una lágrima a punto de brotar, levante la vista del suelo y me encontré con el más contradictorio, el más recordado y el mejor regalo que jamás hubiera imaginado: La tristísima mirada de mamá y papá. La angustiada mirada de una pareja contemplando al hijo apesadumbrado, la evidente solidaridad de unos padres por el inocente dolor de un niño, la pesada frustración de haber hecho lo mejor posible, y aun así, ver a su muchacho abatido.

Por supuesto que nunca sería mi deseo producir tristeza en la expresión de mis padres, pero en sus impotentes miradas de aquella malograda navidad pude percibir ese amor que ninguna palabra, ningún objeto, ningún viaje o promesa alguna pueden alcanzar. Aquel anhelado juguete jamás pudo ser reparado, pero ya nunca tuvo importancia, yo tenía un mejor regalo.

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César Elizondo

Escritor saltillense, ganador de un Premio Estatal de Periodismo Coahuila. Ha escrito para diferentes medios de comunicación impresos de la localidad.